Tras realizar varios intentos para tener una carrera, finalmente logré graduarme profesionalmente. Siempre he querido independizarme, no depender de mis padres, tomar mis propias decisiones, hacer cosas con mis propias manos.
Entonces tomé una decisión radical, en mi razonamiento, sentía que la mejor manera de emanciparme era alejarme lo más posible de mi familia y todo lo conocido en mi vida. Fue entonces que viajé a otro país.
Inicié una maestría, la consideraba el punto de partida en mi camino a esa independencia. Lavar mi ropa, hacer mi comida, buscar trabajo, todos estos eran para mí parámetros de medición en mi nivel de independencia. Sin embargo, en mi mente, todo esto no tenía tanto valor como el hecho de conseguir un trabajo.
Así que estudiaba, pero para mí eso tampoco tenía mucho valor si no lograba encontrar el tan venerado trabajo, así que esta idea se convirtió en una obsesión. Hacer hojas de vida, charlas, conferencias, tips de presentación personal, cómo hablar, etc.
Mi obsesión se convirtió en una especie de medición, empecé a crear una Checklist mental, una lista de los atributos y méritos requeridos para ser aceptado en un trabajo, en una institución, en una comunidad. Para crear esta lista observaba a los demás, y me comparaba con ellos.
Paulatinamente, esta obsesión nubló mi juicio y se apoderó de mí, no podía pensar en nada más que mi lista imaginaria, perfecta, y en cómo todos iban mucho más delante que yo como si se tratara de una carrera. Miré hacia el pasado y vi cuántas veces había intentado buscar la sacra independencia, pero había fallado de nuevo.
En esta ocasión, no era un fracaso más, para mí su magnitud era mucho mayor. Lejos de casa, y tras una gran inversión por parte de mis padres, en mi mente, este susodicho fracaso había adquirido proporciones exorbitantes. Entonces toqué fondo, me paralicé, no podía estudiar, y me abandoné a mí mismo. Ya no quería nada.
Mis padres se dieron cuenta de mi estado, y por todos los medios posibles buscaron la manera de ayudarme. Fue entonces que encontraron a Mercedes Vallenilla, psicóloga católica. Ella habló con mis padres y conmigo, con su orientación, juntos tomamos la decisión de que yo volviera a casa.
De regreso, inicié mi tratamiento con Mercedes. Entonces descubrí que mi propia voz, mis emociones, mis deseos, mi ser, habían sido ahogados por el ruido de mis creencias irracionales. Aprendí a identificarlas, también descubrí que solo me dejaba llevar por una amalgama de pensamientos que no sabía del todo estructurar, que tampoco sabía cómo canalizar mis emociones, que ambas cosas, razón y emoción están conectadas y que ambas conviven en una especie de homeóstasis.
También descubrí cómo la mayoría de mis creencias irracionales tenían un origen común, el perfeccionismo, de ahí mi constante necesidad de medirme, de adquirir atributos supuestamente ideales que me darían valor en la sociedad. Me di cuenta de que este perfeccionismo funciona como una especie de lente que distorsiona la realidad, convirtiendo cualquier situación en una montaña escarpada. Entendí lo innecesario del drama, que las cosas son más simples de lo que parecen, y que el ruido que generaban mis creencias irracionales no era más que eso, ruido, estática, interferencia.
Aprendí a utilizar el conocimiento adquirido para estructurar mis pensamientos y emociones, y canalizarlos en mis actividades diarias, para desarrollar pensamientos alternativos y así tener una dinámica diferente en mi vida, conmigo mismo y con los que me rodean, particularmente mi familia; siempre he sido una voz de apoyo para ellos, pero ahora siento que puedo dar ese apoyo con más claridad, sin prejuicios de por medio, sin magnificar innecesariamente ningún acontecimiento, y finalmente, a escuchar mi propia voz para reflexionar sobre lo que quiero hacer con mi vida.
Empecé a redescubrir lo que siempre me había gustado, a descubrir otras cosas que no sabía que me gustaban, y lo más importante, aprendí a disfrutarlas. Entendí que, si no me sentía cómodo en mi propia piel, nunca podría estarlo en ningún lugar. No tenía que viajar miles de kilómetros ni pasar por dificultades innecesarias como si de ellas dependiera la fortaleza mi carácter, pues ya tenía lo necesario para lograr lo que me propusiera. Fue entonces que cuando escuché mi propia voz, regresé a mi hogar, regresé a mí.