Se ha escrito mucho sobre el perfeccionismo. Es de esas cosas con las que crecemos pensando que está muy bien ser perfeccionistas porque se garantiza éxito en la vida.
Como rasgo de personalidad, el perfeccionismo tiene algunos aspectos positivos si ve vive de manera natural o en equilibrio, pues puede ser algo que mantenga el flujo motivacional activo. Esta tendencia cuando se vive de manera equilibrada, permitirá no desanimarse ante las caídas, perseguir con tenacidad una meta o tener un orden y una estructura en la vida para formar hábitos que puedan a su vez ayudar a perseguir los logros personales pero con flexibilidad para adaptarnos a los cambios.
Sin embargo, es tenue la línea que puede separar esta tendencia natural a buscar alcanzar las metas propuestas y una tendencia que se convierte en patología. La mayoría de las personas que cruzan este umbral, generalmente crecieron en un ambiente con padres controladores, muy estructurados donde se le exigía al niño un orden y una perfección fuera de lo normal, no dando la oportunidad a que el niño optara y en esas opciones cometiera errores.
En este tipo de ambientes familiares, el niño sufre una exigencia que puede incluso llevarlo a experimentar ansiedad, a coaccionar el libre desarrollo de su propia personalidad y peor aún, crecen con un inmenso miedo a equivocarse porque en vez de aprender a que equivocarse forma parte del aprendizaje de la vida misma, lo ven como si hubieran hecho algo malo cuando en realidad no lo es. De igual forma, un niño que crece en este tipo de ambiente en su entorno familiar de extrema exigencia, termina creyendo que su valor como persona viene por lo que hacen, pero además lo que hacen interpretan que debe ser perfecto.
Esto se puede llevar a la vida adulta. Los niños que fueron criados así desarrollando el “rol de hijo perfecto” en ambientes rígidos y controladores, al crecer experimentan una gran dificultad para adaptarse a los cambios de la cultura orgánica en el trabajo, así como de la propia dinámica en el interior de la familia. Y la gran mayoría de las veces, cuando experimentan un revés o las cosas no salen como lo tenían planeado, suelen experimentar una gran frustración interior, porque aprendieron que equivocarse está mal.
Estas creencias de perfeccionismo sostienen un mundo de pensamientos que distorsionan la realidad en la que se vive y se percibe. El perfeccionista cree como fundamento, que nunca debe fracasar ni cometer un error, pero lo peor de creer esto, es que aprendió a catalogar fracasos que realmente no lo son, pues muchas veces en la vida cotidiana entran en juego circunstancias externas que no podemos controlar y que afectan el curso de lo que hemos hecho, sin que tengamos nosotros que ver en ello o también entran muchas veces la libertad de otros que alteran el curso de lo planeado sin que nosotros podamos hacer nada al respecto.
Las personas que viven bajo esta creencia por años, suelen ser muy rígidas y controladoras porque hacen las cosas como siempre las han hecho sin abrirse a otras posibilidades, les da una enorme inseguridad emocional, se alteran rápidamente ante el cambio de rutina, confunden lo que es la rigidez mental con la fidelidad en el amor o en el trabajo, intentan siempre expresar sus puntos de vista de manera catedrática porque están demasiado aferrados a ellos.
Se abrazan a una forma de hacer las cosas como si fueran de fondo o esenciales y terminan siendo muy duros de juicio cuando alguien se comporta de manera contraria a lo planeado interpretándolo con una connotación y un significado que realmente no tienen. Son exageradamente críticos y hacen análisis tipo “escáner” haciendo listas negativas de las situaciones, las personas o los productos descartando lo bueno que las personas o las situaciones tienen dentro de lo que no es perfecto para ofrecernos.
La característica principal de un perfeccionista que opera incluso de manera inconsciente es el pensamiento polarizado de “todo o nada, negro o blanco” pues piensan que “es todo” o “no vale” lo que se ha obtenido o brindado, por lo que no optan por analizar el esfuerzo sino el resultado obtenido, desechando todo aquello que no se haya dado tal cual se pensó o proyectó en el listón bajo la lupa del todo o nada.
De igual forma, este pensamiento polarizado o dicotómico se extrapola también a como viven las relaciones interpersonales, pues terminan amando o repeliendo a las personas que no piensan igual o que simplemente quieren y aprecian, pero al descubrirle “algo” imperfecto como un defecto o un error, enseguida rechazan a la persona o al afecto que pudieran brindar. Por lo que adulan y exaltan a las personas, pero luego cuando estas no muestran un significado de utilidad, se van al otro polo y lo rechazan, siendo muy inconstantes en sus relaciones interpersonales, muy críticos y exigentes para con los demás.
Los perfeccionistas tienen un enorme miedo al rechazo, pues si creen que no deben fracasar jamás o aprendieron que su valor es por aquello que hacen, cuando fracasan enseguida piensan que no tienen valor, que no serán amados o peor aún que serán rechazados por no haber alcanzado el listón de la perfección que se ha proyectado de antemano.
El perfeccionista vive de expectativas, no de ideales y sueños. Mata el entusiasmo, la frescura y la motivación de una nueva idea en un plan concreto de acción con fechas estresantes que cumplir y fuera totalmente de la realidad por el idealismo con que las proyecta; y ni siquiera disfruta lo que hace porque está más concentrado en alcanzar la perfección del resultado final o del producto más que en el proceso, convirtiéndolo todo en un camino de frustración para el mismo y para los demás, viviendo angustiado, en conflicto, con aprehensión por alcanzar lo proyectado. A la larga, el perfeccionista desarrolla una baja autoestima y un bajo umbral de tolerancia a la frustración.
Es muy importante proyectar ideales y expresar lo que esperamos y nos gustaría pero nunca convertir ese ideal en una expectativa. Normalmente la palabra usada por un perfeccionista es “tengo que” o “debo de” la cual debería ser sustituida por “esperaría o me gustaría” que sucediera esto y haré todo lo que está en mis manos para lograrlo, disfrutando el camino y proceso involucrado; y no tanto el resultado final esperado.
En el ámbito espiritual, esto obstaculiza el crecimiento pues no ayuda a la persona a poder desarrollar un amor personal con Cristo de manera libre, creativa y plena. Generalmente, está más enfocada en pensar como conseguir el resultado o el producto proyectado que en buscar entregar amor en el proceso. Y pierde de vista todo aquello hermoso que el Señor desea enseñarnos incluso cuando estamos persiguiendo un sueño o trabajando para un proyecto de evangelización o un ministerio, de buscar descubrir en todo lo que hace, esa mano amorosa de Dios.
El fundamento espiritual que contradice esta creencia es que el amor de Dios es incondicional. No solo nunca nos amará más porque hagamos más cosas buenas o porque hagamos las cosas perfectas, sino que su amor está lejos de valorarnos por lo que hacemos, aunque lo que hagamos sea en su nombre. Él solo quiere que tengamos la experiencia de su amor. Que nos experimentemos amados incluso aunque no hayamos hecho cosas buenas, pues allí radica la posibilidad de la misericordia de Dios que está disponible para todos. Dios solo quiere habitar en nuestro corazón. No solo somos nosotros que necesitamos de Él para poder vivir en esta vida llena de contrariedades, sino que Él quiere vivir en nosotros porque Él necesita de nuestro amor.
Cuando en el evangelio se habla de “Sed perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo 5, 48) no se está refiriendo a la perfección de nuestros actos de forma rigurosa, sino a la perfección en el amor, a la pureza de intención, a los deseos profundos de ser como Él y un espejo de su amor para los demás. Cristo se refería más a una perfección en el interior del corazón y no a una perfección en el exterior de nosotros mismos por medio de acciones perfectas que busquen resultados perfectos perdiendo de vista lo esencial que es vivir en estado de gracia y en el amor.
Jesús nos recuerda con su muerte, que lo importante es el amor que seamos capaces de dar y de entregar. Y es justamente el pensar que somos muy incapaces siempre de donarnos de manera perfecta con nuestro propio esfuerzo, lo que hace que la gracia penetre en nuestros corazones, nos auxilie, nos fortalezca y nos haga capaz de lo único que debemos ser capaces de hacer: tener un corazón que imite todos los días al corazón del Buen Pastor y ser un espejo de ese amor para los demás. Para Él, lo que valdrá siempre es el esfuerzo que hagamos con pureza de intención, buscando siempre entregar amor. Para Él, nunca será cuestión de un todo o nada, pues siempre se conformará con las migajas de amor que podamos entregar.