Acabamos de vivir la muerte del Señor. Fue hasta el evento de Pentecostés cuando los apóstoles al recibir el don del Espíritu Santo, comprendieron todo lo que habían vivido; las escrituras, la propia misión a la que habían sido invitados por Cristo a seguir y a vivir. También comprendieron lo que la resurrección del Señor significaba y significaría en la vida de todo cristiano.
Al recordar en la liturgia de estos días la forma como reaccionaron los apóstoles ante el acontecimiento de la cruz, me reconforta y me ayuda a reconfortar a otros, sobre todo porque creo que la reacción de ellos ante un hecho de dolor de tal magnitud, es similar a la reacción que nosotros podemos tener ante los hechos de dolor que nos suceden.
Los apóstoles estuvieron asustados, tristes, desconsolados e incluso paralizados o bloqueados. Quizás hasta se sintieron confundidos y frustrados. Dejaron de hacer lo que hacían y se escondieron por el dolor que les oprimía el corazón.
Es posible que ante tal confusión, hasta hayan sentido la tentación de no continuar trasmitiendo las enseñanzas que Cristo les había dejado. ¡Qué gran confusión pudieron haber sentido! Todas las palabras que el Señor les había dicho parecían en esos momentos no tener sentido, huecas e incluso pudieron hasta llegar a pensar que lo que vivieron fue una total mentira.
El Señor les había prometido algo que con su muerte parecía haberse esfumado. Una cosa es lo que ellos pensaron que pasaría; quizás que fundarían la Iglesia caminando junto al Mesías, el hijo de Dios que tanto habían mencionado los profetas en la Sagrada Escritura y otra muy diferente fue la que sucedió: el hijo de Dios murió en la cruz, pero sobre todo murió sin pelear, si defenderse, sin cuestionar. Murió de forma cruenta porque voluntariamente se entregó a ella dejando de lado el «poder» que todos le habían visto ejercer.
Qué contradicción tan grande debió ser esto para ellos. Si fueron ellos mismos los testigos del mismo poder del Señor. Lo vieron resucitar a Lázaro, curar la ceguera, hacer que el paralítico caminara, respondió sabiamente a los maestros de la ley, perdono los pecados de lo más pecadores y con su amor los convirtió, sano a los leprosos.
Ellos sabían que Jesús tenía el poder que venía del cielo para revelarse ante ese plan y sin embargo, no lo hizo. Murió como un cordero indefenso, sin ese poder que tanto los había maravillado. Y la tristeza les invadió. Dónde quedó toda esa promesa, ese poder, todo eso que El les había ofrecido y que ellos habían constatado.
Los apóstoles se encierran en una casa por miedo y lo primero que hacen después de la muerte del Señor es irse algunos a pescar. Pareciera que regresan al antiguo oficio de donde el Señor los había sacado. Regresan a la antigua vida quizás porque pensaron que ya todo había pasado y que todo estaba perdido.
Esta reacción que tuvieron los apóstoles los acompaño quizás toda la vida. Y es la reacción que muchas veces todos asumimos ante un hecho de dolor. Nos sentimos desconcertados ante situaciones que vivimos, pero sobre todo ante hechos que no tienen mucho sentido, o lo que pudiéramos decir hechos que no tienen una explicación racional o incluso de sentido común.
A veces los dolores físicos pueden ser más visibles y tratables que los dolores morales, esos dolores que se experimentan en el corazón cuando hemos sufrido una ofensa, cuando hemos sido flagelados sin piedad incluso por personas que no conocemos o que creímos conocer.
Cuando hemos experimentado el juicio injusto de una turba que con machetes y palos vienen a atacarnos como si fuéramos delincuentes, cuando quizás lo único que hemos hecho es como Jesús entregar amor.
También cuando lo hemos experimentado por personas que quizás nos recibieron como el domingo de ramos entre palmas para felicitar o alabar y luego gritaron sin piedad «crucifícalo» y con ello, prefirieron a un delincuente como Barrabás que al mismo Jesús que solo había pasado por la vida haciendo el bien. Todos de seguro hemos vivido esto en algún momento de nuestras vidas y quizás no solo una vez , sino muchas veces.
Es muy probable que al igual que los apóstoles nosotros nos sintamos abandonados por Dios. A veces son tan atroces e injustos los acontecimientos que vivimos o que vemos vivir a los que queremos, que podemos sentirnos perdidos, indefensos, incapaces de pelear contra esa turba.
En esos momentos, podemos preguntarnos dónde quedó la promesa del Señor. Dónde quedó toda esa historia en la que algún día creíamos, donde quedó el amor que Él prometió a todo aquel que sinceramente la abre las puertas de su corazón, dónde quedó el ser personas de bien, dónde quedó el amor que quizás vivimos junto a Él, por Él con Él.
Podemos tender a aislarnos, a encerrarnos en un cuarto o en la misma casa, quizás dentro de nosotros mismos. O también, podemos regresar como los apóstoles a vivir la vida que teníamos antes, volver a un vicio, a un mal hábito, a hacer lo que hacíamos antes o separarnos de Dios porque nos sentimos defraudados y traicionados.
Los que hemos transitado por el camino del sufrimiento y el dolor cualquier que éste sea y los que nos dedicamos a tratar el dolor de los demás por profesión o vocación, hemos visto que todo pasa y que lo que vivimos algún día pasará si ponemos los medios para hacerlo.
Hemos visto y constatado que la respuesta a ese mismo dolor personal no está en producir racionalmente mil interrogantes, porqué nos volvemos en unos buscadores de algo que no tiene una respuesta porque es un misterio y porque la libertad del hombre muchas veces mal usada hiere a otros profundamente.
La respuesta está en buscar en nosotros mismos a Dios y buscar acompañamiento en aquellas personas que también nos lleven a Dios, además de brindarnos las herramientas para poder ver objetivamente toda la realidad en conjunto que nos rodea; sobre todo, que Dios siempre saldrá al encuentro para reparar, acomodar, restaurar todo aquello que la libertad del hombre ha estropeado, viciado, distorsionado.
Ésta es la alegría cristiana que debe traernos la resurrección del Señor. El confiar en Él, es la base de cualquier proceso de sanación interior porque por sus heridas seremos sanados y ésa es su promesa.
El creer aún cuando el futuro se muestre confuso, aún cuando seguimos experimentando juicios injustos de otras personas, aún cuando el dolor por un ser que ha partido nos agobia el interior, aún cuando hemos perdido el trabajo, aún cuando no alcanza al salario para sostener los gastos de la familia o incluso para poder sostener una enfermedad de algún miembro de la familia.
Cuando la novia o el novio han engañado profundamente, cuando el esposo o la esposa han sido infieles, cuando alguien en quién confiabas traicionó tu confianza y amistad. Cuando has sido utilizado por otros o cuando pensaste que a otros les interesabas por ser quién eres y no por el beneficio que puedas aportar o por lo que tienes.
El creer que Cristo puede sanar y reparar ese dolor en tu corazón, el creer realmente que por sus heridas seremos sanados causará grandes milagros en el interior. Es como si el creer realmente que Él puede transformar ese dolor, le estamos dando a su vez el permiso a la gracia para entrar y transformar todo ese dolor en amor.
Él puede transformarnos por dentro. Él nunca defrauda a quien confía plenamente en su poder. Él nos puede dar la fortaleza, la paz para transitar en medio de las injusticias, en medio del dolor. Él puede otorgar una profunda alegría en medio del mayor dolor moral.
Sus heridas pueden sanar las nuestras. Al Cristo decir en la cruz «Padre perdónalos porque nos saben lo que hacen» es cuando entró al mundo la posibilidad del perdón y con ello la posibilidad de salvarnos, pero también de sanarnos. No solo de los que injustamente nos hieren, sino de nosotros mismos. De todos.
Nosotros podemos regresar a ser quienes éramos pero necesitamos recoger esas partes que quedaron en el camino después de haber sufrido un gran dolor, una pena, un hecho profundo, una injusticia, una tragedia, la propia traición de los que menos te lo esperabas.
Eso es lo que la resurrección significa en el contexto de la sanación interior pero no solo tenemos la posibilidad de regresar a ser quiénes éramos, sino alguien mucho mejor a lo que éramos, porque todas esas experiencias de dolor pueden ayudar a otros también a sanar.
Para ello, necesitamos poner los medios que tengamos a la mano pero confiando siempre como primer recurso en el de la fe, pues ella tiene un poder ilimitado sobre nuestro corazón, sí nosotros a la vez confiamos de manera ilimitada en el suyo.
Nunca debemos olvidar que por sus heridas seremos sanados, más bien creer firmemente en ello nos dará grandes posibilidades de vivir en el amor experimentando el dolor.
Un comentario
Gracias por tan hermosa reflexión. Es una bella invitación para sanar heridas.