Es muy común que las personas aunque desean con pureza de intención entregarse a Dios por medio de un ministerio terminan creyendo que la salvación de la humanidad depende de ellos. Muchos terminan pensando que son una columna de esa Iglesia donde descansa la salvación de las almas.
La característica común cuando comparten su deseo es pensar que están luchando solos y que es solo por medio de su esfuerzo el que obtendrán frutos o que sino se esfuerzan lo suficiente no los habrán. Pareciera como si Jesús se hubiera ido al cielo a descansar con los pies en el escritorio viendo desde allá como un simple espectador, como nosotros corremos por el día entero desgastándonos para que su amor llegue a todos.
El esfuerzo personal adquiere un protagonismo que resulta en una relación directamente proporcional con los frutos apostólicos en las almas. Algunos extrapolan esta creencia incluso a la oración, creyendo que por medio de su esfuerzo obtendrán luces, gracias y frutos en ella. La mayoría de las veces, no se refiere únicamente a un problema de formación o a un problema de soberbia y/o vanidad, sino a un problema más profundo en la dimensión afectiva.
Muchas de estas personas que no logran ni pueden parar en el fondo es debido a una inconsistencia central. Esta es una inmadurez significativa que se permea en una necesidad insaciable de autocompensar aquello que interiormente no se tiene. Y es común que haya un desenfreno en la forma de la entrega, en la donación total o parcial de la persona dependiendo del estado de vida y su nivel de compromiso, porque no es tanto lo que se busca donar conscientemente, sino lo que se busca más bien saciar de manera inconsciente.
Cuando existen estas inconsistencias en el plano afectivo, de fondo la persona cree sin darse cuenta que su valor está en lo que hace y todas las necesidades afectivas vienen mal satisfechas por este principio. La necesidad de valoración, de aceptación, de trascender, incluso de pertenencia a un grupo vienen suplidas por lo que se hace y no tanto por el amor de Dios que se dona en el interior. Es por esta razón, que la persona autocompensa con una hiperactividad “apostólica” exagerada lo que interiormente no tiene, no siente y no experimenta.
Cuando existen estas incosistencias afectivas en personas que entregan la vida entera a Dios en una vocación de totalidad y exclusividad o parcialmente por medio de un apostolado, en el fondo se están buscando a si mismos constantemente. Por esta razón, se comparan con otros y todo el tiempo están buscando obtener solo un resultado positivo en lo que hacen. De igual forma, proyectan sin realismo y con un enorme idealismo la meta a alcanzar pues parece que situar esa meta en lo alto proyecta de cierta manera igual de alto la necesidad afectiva que se desea suplir.
Cualquiera que sea la manera, buscan de forma inconsciente por medio de ellas reafirmar que son valorados, amados, apreciados y queridos. Y cuando no alcanzan las metas, piensan lo contrario y se sienten profundamente abatidos, pues en el fondo lo que significa para sus psicologías, es que no son amados, valorados o que no pertenecen a ninguna parte. Sus necesidades afectivas están mal nutridas y su sentido de afiliación mal orientado.
Nuestro sentido de afiliación a nivel psicológico entra en el campo de la motivación, pues cuando todas nuestras habilidades están orientadas al servicio, nos impulsa a realizar nuestro mejor esfuerzo ante cualquier tarea porque sentimos que somos parte de ello. Pero este sentido de afiliación a nivel psicológico tiene que estar cimentado en uno mucho más grande y trascendente y que al final, abarca al otro y es el sentido de afiliación a la voluntad de Dios sea cual fuere. En el fondo, toda la vida debe estar orientada a ese deseo, hacernos uno con la voluntad de Dios: experimentar el amor de Dios y donarlo recíprocamente dejando a sus designios los resultados que Él desde su bondad quiera otorgar.
Es por esto que donarse por completo al apostolado porque es voluntad de Dios perdiendo de vista lo esencial que es la comunión con Dios por medio de la oración o los medios espirituales, es terminar distorsionando la vida espiritual, porque dejamos de lado lo primordial que es buscar toda la fuerza que da la gracia, la luz que brinda el Espíritu Santo, la palabra que ilumina la vida entera, la fortaleza que da la gracia, el amor que se vuelca en el corazón para ser donado a otros.
Esta es la forma en que podemos entregar lo que hemos recibido en esa comunión y relación con Dios de una manera casi imperceptible. Pretender que sea de otra manera, solo expresa la concepción de que estamos más bien donándonos a nosotros mismos y no el amor de Dios recibido y en el fondo, podemos terminar creyendo que somos esas columnas donde reposa la Iglesia y que todo depende solo de nuestro esfuerzo. Al final, la relación con Dios se convierte en un esfuerzo que solo depende de la persona, dejando poco espacio al poder de Dios y al cabo de unos años, la persona irremediablemente agotada de luchar pensara “no puedo, no soy capaz” de hacer lo que Dios me pide.
Cuando la persona no es consciente de esta inconsistencia central, proyecta esta necesidad de afecto, valoración y pertenencia en toda su vida espiritual, su apostolado y en sus relaciones humanas. No solo lo lleva a su relación con Dios, sino con las demás personas, con la comunidad, con la familia y todo lo filtra por medio de ella impidiendo un verdadero crecimiento en todas las dimensiones de la persona.
En este sentido, es bueno preguntarnos si tenemos alguna inconsistencia que detenga el crecimiento espiritual y complique las relaciones interpersonales que tenga que sanar. Si estoy viviendo o no en equilibrio. También es bueno preguntar a aquella persona que hemos elegido para acompañarnos en el camino. Preguntarnos siempre cuando estemos haciendo algo, cuáles son nuestras motivaciones más profundas, por qué hago lo que hago, para qué lo hacemos, por quién lo hacemos y qué estoy buscando en el fondo para mi y para otros.
Si se sospecha que hay algo que se debe sanar, siempre es importante detectar ese sentimiento, síntoma o lo que aqueja, involucrarnos en las posibles soluciones al problema para que esto conlleve una responsabilidad; es decir, hacernos cargo de lo que nos pasa. Además, debemos de tener deseos de cambiar y expectativas de recibir ayuda a la vez de dejarnos ayudar. Y sino tenemos nada que sanar, es bueno de todas formas purificar a diario nuestras intenciones, haciendo las mismas preguntas, pues por el pecado original nunca tenemos intenciones totalmente puras.
Saber el lugar que ocupamos en la salvación de la humanidad, nos libera de un peso que no nos corresponde, nos da libertad interior en todas las dimensiones, en especial la libertad afectiva porque nos permite no apegarnos a las cosas, las personas, las misiones, las instituciones, los medios y los apostolados. Nos hace libres, como un títere para que podamos ser movidos por el Espíritu Santo, a la vez que nos otorga relaciones interpersonales más ligeras. Al final, estamos siendo espectadores de lo que la gracia hace en nosotros y por medio de nosotros.
Siempre debemos de recordar que lo único que nos hará capaces es la gracia de Dios que esta llamada a ser derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, siempre y cuando lo busquemos y estemos abiertos a pedirlo. El considerarnos siervos inútiles en manos de Dios, es esencial para vivir la vida espiritual y apostólica en equilibrio y plenitud. Si vivimos en libertad afectiva la misión que Él nos ha encomendado, la gracia es lo que nos hará capaces de llevarlo a término haciendo lo que nos toca pero sin perder de vista que al final el resultado dependerá de Dios.