Cuando tenía 13 años de edad, escuché por primera vez la palabra “caridad”. Aquello me sonó muy raro, pero más extraña me pareció la explicación que recibí. La idea con la que partí ese día, fue que la caridad era no hablar mal de mis compañeras del salón y dar una limosna a la viejecita que se sentaba en el piso a la salida de la Iglesia los domingos. La recuerdo siempre con sus manitas arrugadas, su cara llena de marcas de la piel, su pelo largo, canoso y recogido con una trenza. En su plato de cartón, yo lanzaba mis monedas con gran orgullo por sentir que estaba viviendo como toda una gigante de la caridad.
Intenté vivir aquello que me parecía todo un reto, no tanto por un deseo de mi corazón, sino quizás por un convencionalismo social para ser toda una buena cristiana. A medida que fue creciendo mi amistad con Cristo y que el pasó de ser una víctima sin sentido a ser mi mejor amigo, comencé a comprender un poco más lo que aquella pequeña palabra significaba en la vida de un cristiano; y que por alguna razón, todos los santos hablaban de ella con cierta fascinación, pues significaba algo más grande, profundo y que englobaba todo un sentido de vida.
Esta semana en la misa, me he acordado de ello. Y es que San Pablo en su primera carta a los Corintios (13, 1-8) nos deja una hermosa exhortación al respecto:
“Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden. Ya podría tener el don de profecía y conocer todos los secretos y todo el saber, podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aún dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada sirve. El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es maleducado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor, no pasa nunca»
Después de leer esto, todo cristiano que busque imitar a Cristo seguramente tendrá un deseo de vivir de esta manera, especialmente cuando entone cantos de alabanza, después de un conmovedor sermón en la misa o de una exitosa actividad del ministerio en la parroquia. Pues todos tenemos un corazón llamado a la santidad. Un corazón que desea vivir y amar en profundidad porque ha sido colocado allí, dentro de nosotros por Dios a imagen y semejanza de El.
Pero este deseo muchas veces es sofocado por la vida cotidiana. Los apuros, los problemas, la lucha por conseguir el sustento diario para pagar la escuela de los hijos, las medicinas para la enfermedad de algún miembro de la familia que no cubre el seguro médico. Trabajar para pagar las deudas que irremediablemente se tuvieron que adquirir o simplemente, para poder pagar el alquiler del techo debajo del cual se duerme.
Y es cuando llega el cansancio, la desesperanza, la fatiga, las discusiones en casa, quizás por temas que no tienen sentido, de repente nos embarga el sentimiento de que no podemos continuar más intentando vivir este hermoso ideal reservado y posible solo para los personajes del santoral. Pareciera, que estos deseos de vivir la caridad, se quedan en la banca de la Iglesia y se pierden en el día a día. Allí es cuando pensamos que aquello queda como algo reservado para los que no tienen problemas, para los que tienen dinero, casa o los que no tienen enfermedades. O quizás, solo reservado para alguien que vista un hábito, viva en un convento y rece todo el día.
El Señor quiere que vivamos la caridad en medio de nuestra propia vida. Estas palabras de San Pablo tienen vigencia hoy. Son actuales hoy. Son posibles hoy. La vivencia de la misma comienza por un deseo interior de parecernos más a Cristo, pero porque es su amor el motor que nos mueve a diario ese profundo deseo de amar más y de amar mejor. Nadie ama a quien no conoce. Y nadie da aquello que no tiene. Y es este amor que experimentamos en el interior el que nos mueve a externarlo a los demás de mil formas y maneras. Es el que nos permite ofrecer todo lo que tengamos que vivir con amor. Lo bueno y lo difícil. Las alegrías y las penas. Todo.
Para vivir la caridad tenemos primero que buscar comprender a los demás. Y esto en la actualidad se llama empatía*. No podemos comprender a los demás, sino intentamos captar sus sentimientos, sus emociones, que pudieron estar sintiendo en algún momento, por qué reaccionaron de alguna manera. El intentar imaginar o intuir lo que otros pudieran estar viviendo y buscar siempre ponernos en sus zapatos.
Pero para poder comprender a los demás, necesitamos escuchar a los demás. Porque la escucha es uno de los mejores termómetros que nos indican si estamos viviendo la caridad. Dedicar tiempo a escuchar a otros, sin apuros, sin prisas, sin ver el reloj, sin interrupciones. Sin tomar el celular para enviar un mensaje de texto. Una escucha del corazón, no solo de la razón pues no debemos intentar únicamente comprender a un nivel racional que le sucede al otro, cuales son sus razones de peso o no peso para etiquetarlas, sino una escucha del corazón que intente comprender cuales son los sentimientos y las emociones de la otra persona. Imaginarme cuando la escucho, que pudiera estar sintiendo yo en la misma situación.
Para practicar una verdadera escucha del corazón que nos ayude a vivir la caridad en plenitud, tenemos que tener oído emocional*. Es decir, escuchar nuestro corazón y el corazón de los otros, pues sino somos capaces de reconocer los sentimientos propios, no podremos ser capaces de reconocer los ajenos. Esto evitará que hagamos juicios y etiquetamos a las personas cuando lo que nos dicen no concuerda con nuestros moldes racionales o intentar imponer nuestro punto de vista.
Para poder practicar la escucha del corazón, es importante dar respuesta a preocupaciones especificas que los otros tengan. Evitar clasificar diciendo frases como: “esto no es importante”. Si la persona lo externa, es porque es importante para ella. De igual forma, es básico evitar decir un discurso de palabras que giren en torno al tema pero sin dar respuesta a la preocupación inicial, pues nunca hay que confundir esto con el dialogo. Si no tenemos una solución concreta a un problema concreto, decir que haremos el intento por pensar una solución, nunca dar una negativa de inmediato.
Y si pasa un tiempo y aun no damos con una respuesta, además de pedirle auxilio al Espíritu Santo para que nos ilumine, es importante decirle a la otra persona que no se nos ha olvidado “el asunto” y que aun estamos buscando una solución. Así le haremos saber, que su preocupación es importante para nosotros. Y si otra persona ha comprendido el punto de mi reclamo y pide disculpas, nunca hay que seguir insistiendo en el punto, pues no estaremos siendo misericordiosos. Pero sobre todas las cosas, aceptar siempre las disculpas de los demás cuando nos han ofendido.
También es importante escuchar dejando de lado posturas preconcebidas iniciales, para que nuestro corazón se pueda abrir a la escucha verdadera. Es importante que mientras el otro hable, no estar distraído pensando lo que le voy a decir o rebatir cuando termine de hablar, pues sino no será una escucha verdadera con el corazón, sino un duelo de boxeo entre “razones”. Evitar al máximo decir “no me des más explicaciones” pues la persona puede cerrarse a la confianza en expresar sus sentimientos y lo que piensa libremente. Y siempre, antes de aconsejar y sermonear es mejor primero escuchar. Solo hay que dar consejos, a quien expresamente los pide y solo cuando tenga evidencia objetiva que sustente mi consejo.
Lo único que Dios desea de nosotros es que vivamos entregando amor. Y esto no significa que no cometamos errores, sino que tengamos en el corazón una profunda intención de amar, de disculpar, de resolver nuestros conflictos, de poder perdonar incluso a quien nos ha herido profundamente. Ofrecerle a Dios con amor todo: lo bueno y lo no tan bueno. Pues El conoce profundamente las intenciones de nuestro corazón. Hay que estar siempre concentrados en amar especialmente en esos pequeños grandes detalles que hacen toda la diferencia en el día a día. Quien no es fiel en lo poco, no podrá serlo en lo mucho.
Cuando lleguemos al cielo, solamente seremos juzgamos por el amor que en nombre de Dios pudimos entregarle a los demás desde lo que Dios me haya pedido ser. Como alguna vez escuche decir a un sacerdote, nadie ha visto detrás de una carroza fúnebre un camión de mudanza siguiéndolo. Porque al cielo solo nos podremos llevar entre las manos las obras y actos cotidianos de amor. Amar hasta la muerte. Amar con profundo olvido de si mismo. Amar a quien no te ama. Amar como Dios nos ama. El amor, es el ingrediente que nunca puede faltar en la vida de un cristiano. Pero solo podremos entregarlo, si abrimos nuestro corazón a recibirlo de parte del Señor. El, siempre irá delante de nosotros enseñándonos como se ama.
La vivencia de la caridad es posible hoy igual que lo vivieron los primeros cristianos. Como decía la Madre Teresa: “Sin una mano dulce dispuesta a servir y un corazón generoso dispuesto a amar, no creo que se pueda curar esta terrible enfermedad que es la falta de amor”. Ojalá y podamos intentar todos los días cumplir con aquello que Dios nos pide y hacer todo aquello que nos toque hacer con un oído emocional que escuche con amor al propio corazón, al de Dios hablando en él y al de los demás. Para que un día, podamos decir como San Pablo: “Sino tengo amor, nada soy”
- El término Empatía y Oido Emocional fue desarrollado por el psicólogo Daniel Goleman, 1998.
- Daniel Goleman. La inteligencia emocional en la empresa. 2007. Ediciones B Argentina S.A para el sello Zeta Bolsillo. Pag. 169.
Un comentario
El amor es el ingrediente que nunca puede faltar…. si Mercedes, al leer esto brota en mi el deseo de seguir llenando mi vida de amor, que la fuente de mi felicidad solo sea vivir abriendo la puerta al Espíritu para que derrame el amor que quiere que entregue cada día. Te agradezco que con tanta sencillez compartas tu experiencia de vida.