“ 13,1 Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, sería como el bronce que resuena o un golpear de platillos. 2 Y aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, no sería nada. 3 Y aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada me aprovecharía. 4 La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, 5 no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, 6 no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; 7 todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. 8 La caridad nunca acaba. (1 Co 12,31—13,8)
En el ámbito espiritual es común toparnos con este himno a la caridad a la vez de escuchar el término de “caridad fraterna” que emana de él. Esa forma de caridad donde debemos de buscar tratar al otro con amor como Dios nos trata a nosotros mismos. Intentar siempre ver en el otro a otro Cristo. Desear ver las realidades ajenas con esa mirada con la que Dios las ve.
Pero la caridad fraterna parte de principios más profundos y sólidos a nivel espiritual que intentar tratar a otros con amor. Desde el bautizo, estamos unidos a Dios y a otros de manera fraterna. Además de ello – por elección divida- hemos sido creados con una única vocación al amor en esta vida que nos lleva a la plenitud y es la vocación a la comunión perfecta con el Padre y en consecuencia a la comunión con los demás.
Nuestra vocación mas profunda es al amor en comunión que solo se alcanza por medio de la donación libre, total, fiel y fecunda. A veces pensamos que es alcanzar metas que hemos proyectado previamente en nuestra psicología y cuando las alcanzamos nos damos cuenta que eso no es plenitud de vida, pues la conquista de esas metas se vuelven insuficientes para llenar esos anhelos más profundos del corazón con el cual fuimos creados y es allí cuando el hombre comienza a vivir sin sentido, porque lo que hace a diario no responde a esa necesidad interior de vivir en una comunión de amor.
Para poder cumplir con esta vocación a la comunión en el amor, hay que educar al corazón en la escuela del amor que son todos aquellos espacios del día donde podamos encontrarnos con Dios y con Dios por medio de otros.
El amor que se expresa en la caridad fraterna, no es un sentimiento bonito de felicidad, no es tener un presente con las necesidades personales y familiares resueltas, tampoco es tener ausencia de problemas, ni tener todo el futuro amarrado, claro y cierto. El amor, del que nos habla San Pablo en su Himno a la caridad, es una elección profunda del corazón de amar siempre y en todo momento a Dios y a Dios en los demás.
Todo esto basado en el principio que parte de un Dios que nos ha elegido por amor, que nosotros hemos elegido libremente por amor y que a su vez nos hace elegir a las personas por amor. Es un «tú me eliges y yo te elijo» por amor todos los días de mi vida para amarte como Dios me ha amado. Pero esta educación del corazón en esa escuela del amor, se hace gradualmente porque somos seres temporales que vivimos en un tiempo finito y por ello, solo nos realizamos en el tiempo y con el tiempo.
El obstáculo más grande para que las personas vivan ese anhelo que Dios ha puesto en el corazón muchas veces no es que falte ese deseo, sino más bien un vicio en la propia psicología que otorga un significado errado a lo que es realmente perfecto.
La perfección puede ser una virtud pero cuando se vive con rigidez puede desviar por completo esos deseos del corazón. El perfeccionista interpreta por ejemplo que la corrección fraterna es decir todo el tiempo al otro con el que convive lo que no le gusta, no le parece o le molesta, justamente porque no tiene una mente flexible que le permita ser tolerante, paciente y misericordioso. Es por esta razón por la que se vuelca a corregir constantemente al otro porque su conducta, sus acciones, su forma de ser, etc. molesta y no se siente capaz de vivir con paciencia las imperfecciones del otro.
Corregir constantemente al prójimo para que sea perfecto o porque irrita su forma de ser, no es bajo ningún concepto caridad fraterna por la simple razón de que no se da en el marco del amor. Para que una “corrección” sea “fraterna” debe en primer lugar garantizar que está siendo expresado en el marco del amor. Es decir, la persona a la que considero puedo decirle algo que quizás le ayude a darse cuenta de que existe en su forma de ser o su comportamiento algo que perjudica al conjunto llámese familia, grupo o comunidad, debe sentirse previamente amado, valorado y parte de ese conjunto. Pero no solo debe saberlo de forma racional sino de haberlo experimentado previamente con acciones concretas, gestos y detalles. Debe de haber tenido esa experiencia del amor en cualquiera de los vínculos que se encuentre: amado por sus padres, amado por sus hijos, amado por sus compañeros de clase, amado por su familia, amado por su superior o director, amado por sus compañeros de comunidad. Amor de filiación, de amistad, amor esponsal, amor fraterno de una comunidad.
Es así como garantizando este marco experencial es donde debe de darse la corrección para que sea fraterna pues de la otra manera solo queda como una corrección de carácter humano desposeída de lo esencial: del amor.
Para poder encuadrar estas correcciones y tener la certeza de si es una corrección fraterna o es simplemente perfeccionismo, podemos hacernos unas sencillas preguntas: ¿he tolerado las imperfecciones de la otra persona por algún tiempo?, ¿ le he expresado mi amor con obras concretas, gestos, palabras previamente?, ¿tengo la certeza de que esa persona de alguna u otra manera se ha experimentado amada por mi?, ¿ es necesario en ese momento de la vida de la otra persona, decir lo que deseo decir?, ¿ puede esperar lo que deseo decir?, ¿es esencial para la vida de esa persona y la vida de las personas que los rodean esa corrección que deseo trasmitir?, ¿hay algo esencial en juego?, ¿ he intentado tener alguna comprensión del porqué pudiera estar actuando así o solo me remito a quejarme de lo que veo?, ¿ sus acciones exponen algo trascendente en mi vida?
Para poder trasmitir una corrección fraterna, no solo debe existir y estar garantizado que se haga dentro del marco/contexto del amor, además podemos purificar previamente las intenciones reales del porqué deseo corregir al otro, preguntándome si deseo corregir porque busco su bien o porque quiero quitarme una molestia de encima. De igual forma, podemos utilizar a la hora de trasmitir el mensaje un lenguaje claro, sencillo, respetuoso y amoroso que no busque herir o agredir sino trasmitir en esencia lo que deseo sin caer en detalles irrelevantes. Puedo para ello, seguir los pasos de una comunicación asertiva: ¿qué sucedió?, ¿qué pienso?, ¿qué siento?, ¿qué pido? y ¿qué necesito? Y dejar a la otra parte tiempo para poder explicar, responder y dar sus puntos de vista en un clima sereno de confianza.
Por el contrario, si una persona constantemente esta siendo corregida por otros sin que se experimente amado y valorado por ese otro, es probable que se aleje, su autoestima se debilite y sienta que “nunca es suficiente” a pesar de sus esfuerzos, llevando a una enorme insatisfacción personal que puede alejar a la persona del amor pues el foco se pone en lo que la persona hace, deja de hacer o hace mal y no tanto en el amor y el valor que como persona tiene.
La psicología positiva ha documentado científicamente que los seres humanos vivimos muchos más momentos positivos en nuestras vidas que negativos, solo que no los hacemos conscientes. Para ello propone hacer consciente a diario esos espacios que llaman “micromomentos” donde simplemente tomamos conciencia del regalo que ese momento significa y esto a su vez, evoca sentimientos positivos que nos ayudan a quitar el foco de los aspectos negativos que nos suceden en la vida y el cual por la intensidad que los sentimientos negativos nos hacen vivirlas solemos prestarles más atención.
Pero para la vida del cristiano, la vida no está únicamente conformada por “micromomentos” donde intentamos evocar sentimientos positivos, sino en una vocación mucho más profunda que es nuestra vocación a la comunión porque viviéndola es que el hombre encuentra un sentido profundo y trascendente a su vida, que no solo se queda en este aquí y ahora de forma inmanente, sino que tiene repercusiones de cara a una eternidad al que todos anhelamos llegar. Es por esto que el corazón se debe transformar a diario en esa escuela del amor para cumplir ese profundo anhelo a vivir en caridad en una serie de encuentros personales llenos de sentido con los demás, pero porque primero nos hemos encontrado con Dios.
La palabra Misericordia – Miser (miseria) y Cordia (corazón)- significa justamente sentir con el otro sus miserias y necesidades; y debido a esa experiencia del amor movernos a auxiliarlo, ayudarlo y acompañarlo. Es el amor el que mueve ese deseo, el amor que Dios deposita en nuestro corazón y que nos lleva a acoger al prójimo y amarlo como Dios nos ama a nosotros mismos y no una psicología rígida e intolerante que desea vivir en un lugar perfecto, con una familia perfecta y personas perfectas.
Las obras de misericordia espirituales nos señalan entre otras cosas que una buena manera de vivir ese himno a la caridad es brindando un buen consejo al que lo necesita, corrigiendo al que está en error, perdonándo las injurias de los otros, consolando al triste y sufriendo con paciencia los defectos de los demás. Pero si analizamos el “corregir al que está en error” bajo el prisma del himno de la caridad, comprendemos que no es corregir constantemente al que está mal porque no tengo paciencia y me irrita interiormente.
La caridad es imprescindible en la vida de un cristiano. Ella es el cúlmen de las virtudes teologales. Como dijo San Pablo, no son ideas, no es razón, no es lo que tengo o debo de hacer, sin ella todo lo demás que hagamos aunque sea en nombre de Dios pierde sentido. La caridad es paciente, porque tolera equilibradamente el mal del otro. Es benigna, porque no devuelve el mal sino bien al otro. No es envidiosa, porque no desea los bienes de este mundo sino los eternos. Es humilde, porque reconoce que todo en esta vida es un don inmerecido y se conforma con recibir ese amor en su corazón sin buscar nada a cambio. No se irrita por más que sea constante el mal que se le inflinge, porque sabe que su recompensa será grande en el cielo y porque está con ello amando como Dios nos ama. No toma en cuenta el mal en si mismo porque en cierto modo, sabe comprender de dónde viene ese mal en el otro, pero sobre todo sabe mirar con la mirada de amor de Dios a otros.
La caridad es verdad, porque amando a otros desde su verdad reconocemos la propia: somos hijos amados de Dios y la respuesta que da sentido a toda la existencia está en amar a otros en comunión como Dios nos ama.
En este año de la misericordia, Dios nos reclama su amor por medio del corazón de los demás. Como dijo Santa Teresita: “No se llega al amor por el espíritu de abnegación, sino que se llega a la abnegación por el amor”. La perfección que Él nos pide vivir, es la perfección en el amor. Y esa verdad nos hará siempre libres.