Dios no comete errores. Somos nosotros los seres humanos los que los cometemos. Algunas veces por desconocimiento, otras por falta de formación, otras porque no tuvimos un modelo que nos enseñara, otras porque quizás se han sufrido infinidad de heridas emocionales. Si alguno de estos ha sido el caso, llega un momento en la vida en que la persona vive desintegrada por la falta de amor que experimenta en su interior y que genera consecuencias a su alrededor.
En este sentido, no solo me estoy refiriendo a lo que aprendemos o dejamos de aprender o incluso aprendimos mal. Me estoy refiriendo a algo mucho más profundo y esencial para el ser humano: su capacidad de amar.
De fábrica hemos venido dotados de forma innata con esta capacidad que Dios puso en nuestro interior para acoger su amor y el de los demás. Pero esta capacidad comienza a ponerse en práctica si recibimos o tuvimos lo necesario desde el día que nacemos. Si lo recibimos, se amplía esta capacidad para donar lo que hemos recibido de manera natural; es como si el corazón comenzará a ensancharse por el amor que recibe todos los días. Pero sino lo recibimos, se atrofia con el tiempo de la misma forma como le sucede a un músculo cuando tenemos una vida totalmente sedentaria, pues cuando no hay movimiento se entumece por falta de uso pero cuando nos ejercitamos ese músculo en el Gimnasio, crece en tamaño y se expande haciéndose más fuerte para sostener todo aquello que tenga que vivir en sus relaciones con los demás y en la propia vida.
Las necesidades afectivas son tan vitales suplir como lo es el agua o los alimentos para el organismo. Es en el seno materno donde comenzamos a experimentarnos amados y a partir del día que vemos la luz a este mundo, comenzamos a desarrollarla por medio del amor que recibimos de nuestros padres. Es por esto que muchas veces cuando un bebé llora y es colocado en los brazos de su madre, deja de llorar con tan solo escuchar los latidos de su corazón y el calor de su pecho. Pues el amor que experimenta y acoge en su interior sin ni siquiera haberlo conceptualizado, lo hace sentir seguro.
Las necesidades afectivas desde ese momento necesitan ser suplidas. Primero necesitamos sentirnos amados por nuestros padres, pero en especial por nuestra madre. El rol de la mujer es insustituible en la vida de una persona pues ella otorga el amor más puro y el que está llamado a cimentar la vida de sus hijos en el futuro. El amor del padre es importante pues en su rol aporta la seguridad de la familia y en la psicología podemos sentir que estamos protegidos, alimentados y seguros. Sentimos que “todo estará bien” cuando estos roles se acogen al plan originario de Dios.
Dentro de esa necesidad de sentirnos amados, también se suma la de sentirnos valorados por lo que somos, nunca por lo que hacemos. Saber que si hemos fallado en algo – a pesar del regaño- somos amados por aquellos que nos dieron vida. Cuando la valoración del niño viene dada por lo que hace y no por lo que se es, comienzan a gestarse en la vida futura del niño creencias erróneas que serán a su vez los cimientos para serios problemas en su vida adulta. A su vez, sus necesidades afectivas comienzan a estar mal satisfechas. Es como si cuando sentimos mucha sed, tomáramos en vez de agua, un refresco de dieta.
La necesidad de pertenecer es otra necesidad afectiva vital. Saber que pertenecemos a nuestra familia y que llegando a casa de la escuela o del trabajo podemos decir y a la vez sentir “de aquí somos”, es importante también experimentarlo a nivel afectivo. El tener la certeza de que hay un lugar físico conformado por personas que nos aman incondicionalmente y que al llegar a ese lugar sentiremos que formamos parte de un grupo que se llama “familia” donde lo esencial debe estar garantizado: el amor.+
Estas necesidades afectivas si se reciben en totalidad durante la infancia, llegará la época de la adolescencia donde podrán transformarse a algo mayor. La necesidad de sentirse amado comienza a transformarse en una necesidad de amar. Si nos experimentados amados estaremos en capacidad después de amar. La necesidad de sentirse valorado comienza a acentuarse por los ideales que se desean cumplir en la vida y que se proyectan en forma de metas.
La necesidad de pertenecer a un grupo que ya no es solo el de la familia y el de los amigos se transforma en una necesidad de afiliación donde el joven busca “hacerse miembro de” aquello que le ayude a trascender en sus metas. La necesidad de trascender aparece en el panorama afectivo y se expresa en todo aquello que se ha determinado como valores fundamentales en la jerarquía que haya recibido en su seno familiar y que el vaya adquiriendo en su camino. La necesidad de autonomía aparece cuando el joven necesita comenzar a experimentar que puede y es capaz de tomar ciertas decisiones que lo fortalecerán en su vida futura.
En la adolescencia todas estas necesidades comienzan como la gelatina que se ha preparado y metido en el refrigerador a “cuajarse” para convertirse en algo sólido en el futuro. Pero los problemas surgen en la vida del adulto joven, cuando estas necesidades básicas y vitales en la infancia no han sido suplidas de forma adecuada por el núcleo familiar y la persona comienza a afrontar la vida adulta y todo lo que ella conlleva, de una forma inadecuada porque no se es “maduro afectivamente”.
La madurez afectiva es el termómetro de la madurez humana. Una persona puede ser intelectualmente brillante pero a la vez, inmaduro emocionalmente. Las consecuencias pueden ser múltiples y variadas, desde no poder conectar de manera positiva con el mundo emocional, incapacidad para percibir las necesidades emocionales y de cualquier persona del entorno, indiferencia, cierto narcisismo, egocentrismo y una gran inadecuación para resolver conflictos y dialogar con otros.
Los pensamientos de igual forma, generalmente son distorsionados de la realidad porque parte de principios equivocados otorgando significados que no son reales a lo que vive. El autoconcepto, las relaciones con los demás, así como en su relación con Dios y la propia vocación cristiana, termina todo afectado por esta distorsión que se permea en todos los ámbitos no solo de la vida personal, sino de la laboral también. La persona termina llamando cosas por un nombre que no tienen realmente ese significado, se toma todo a nivel personal y termina asignando culpas al entorno por cosas que son únicamente su responsabilidad. De igual forma, asume las necesidades afectivas de otros porque así se siente necesitado, lo que lo hace propenso a establecer relaciones de codependencia afectiva porque no conoce otra forma de llenarlas sanamente. Esto, entre muchas otras secuelas que deja en la vida adulta que incapacita para vivir relaciones satisfactorias y plenas, no solo con el entorno, sino con Dios.
¡Qué importante es la experiencia del amor que una persona tenga desde su entorno familiar! Es vital para que en la vida adulta una persona pueda desarrollarse en plenitud que tenga esta experiencia del amor desde el día que abre los ojos a este mundo.
El amor que estamos llamados a recibir en el seno de una familia es igual al amor de Dios y desde mi punto de vista se resume en una sola palabra: incondicional. Esto quiere decir que necesitamos no solo saber que somos amados sino necesitamos sentirnos amados por aquellas personas que nos rodean. Por los padres cuando nacemos, posteriormente por los amigos y así sucesivamente mientras vamos creciendo.
La experiencia del amor es el motor que sostiene y mueve al mundo. Nadie que no se sienta amado pueda abrirse al amor de Dios y en consecuencia al amor humano en cualquiera de las formas que este sea manifestado: el esponsal, el paternal o maternal, el familiar y el de amistad. Sentirnos amados antes de ser conocidos, es una verdad absoluta que esta llamada a mover nuestras vidas y que está llamado a sostenernos en cualquier circunstancia de vida.
Dios nos amó desde la eternidad. Así esta llamado a ser el amor de los padres hacia los hijos. Ellos deben sentirse amados antes de ser conocidos. Saber y sentir que los amamos desde el momento en que supimos que venían al mundo. Sentirnos amados antes de ser conocidos también por Dios, quien nos amó desde antes que existiéramos, nos amará siempre y nos desea amar en esta vida y por toda una eternidad.
Solo una persona que ha crecido con la garantía del amor es capaz de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a si mismo. Esta certeza en la vida es lo que se convierte en el motor que sostiene todo lo que la vida en su dolor traerá consigo.
El amor de Dios es un amor incondicional. Siempre nos ama y siempre nos amará. No importa lo que hayamos hecho en el camino o cuán bajo hayamos caído. Él nos ama siempre y nos amará por siempre. No nos ama más porque hayamos hecho más cosas buenas, tampoco nos ama menos porque hayamos hecho algo malo. Saber esto, nos abre a la misericordia de Dios, porque primero nos abrimos a aceptar nuestra propia miseria.
Los niños de hoy tienen que crecer experimentando este amor de los padres. Ellos necesitan sentirse amados sabiendo que los amamos primero antes de ser conocidos por nosotros. Este fundamento en la vida se convertirá en una certeza que los abrirá a su vez al amor de Dios porque les ayudará a descubrir que en el cielo, hay un Dios misericordioso que los ama profundamente y que los amó desde el momento en que los pensó. Comprenderán que solo fue por amor que nos puso en esta vida y que fue solo por amor que murió en la cruz.
Amar a los hijos incondicionalmente no significa consentirlos en todo, tampoco malcriarlos, tampoco significa darles todo lo material que nosotros “no tuvimos”. Tampoco significa ignorarlos, ser indiferentes a sus vidas pero tampoco sobreprotegerlos y no dejarlos equivocarse. El amor incondicional requiere disciplina, decirles las cosas cuando no estamos de acuerdo, formarlos diariamente, dialogar, perdonar, educar. Significa ayudarlos a encontrar y sacar la verdad oculta dentro de ellos mismos, que no es otra cosa que ayudarlos a descubrir la vocación para la que Dios los pensó desde la eternidad. Amar incondicionalmente es amar en equilibrio.
Dios desea amarnos. Él nos amó antes que nosotros lo conociéramos, pues Él nos creó y nos amó primero. Al igual que cuando nace el bebé los padres lo amaron antes de conocer su cara, de la misma forma cuando nos toque nacer a la vida eterna y estemos cara a cara ante Dios, sepamos que fuimos amados antes de ser conocidos. El amor de los padres debe ser un reflejo del amor de Dios para que siempre tengamos esa certeza: fuimos amados antes de ser conocidos.
El amor de Dios y el amor de los padres debe ser lo mismo. Esta certeza del amor es la clave de una vida feliz y plena. El amor de la familia da los cimientos para descubrir y acoger el amor de Dios en el corazón. Su amor, es lo que expande el corazón y amplia nuestros horizontes a unos niveles nunca pensados.
El amor nos hace crecer el músculo del corazón, pero para ello hay que ejercitarlo yendo al gimnasio todos los días. ¡Qué importante es saber que hemos sido amados antes de ser conocidos! Esta certeza nos abre a la experiencia del amor que Dios quiere regalar a nuestro corazón para sostenernos en esta vida.