Hay realidades inherentes al ser humano de esas que nadie quiere hablar más bien evadir. Una de ellas, es que moriremos. La otra es que envejecemos.

Muchas veces he pensado que envejecer es como la primera infancia. La primera va en ascenso pues vamos sumando aprendizajes, la segunda en descenso pues vamos perdiendo facultades. Todos absolutamente todos tenemos a un familiar que hemos visto envejecer, pero como todo, el hedonismo en que estamos inmersos nos hacen huir de lo que nos causa dolor o nos incomoda y buscar aquello que nos da placer o inclusive que nos quita de encima un problema, no nos prepara para saber como afrontar este período de la vida de las personas que amamos.

Cuando pienso en la vejez, pienso en automático en mi abuela materna. Tuve una relación excepcionalmente buena con ella. Era mi confidente, me tapaba cosas, me financiaba gustos, me consentía al por mayor y me aconsejaba con respecto a los jóvenes que me gustaban. Ella, junto a mi tía, me regalaron mi primer coche a los 16 años de edad. A mi abuela cariñosamente la llamábamos “Mamá mía”. Creo que su nombre significaba eso: “era una mamá para mí”. El último período de su vida, lo pasó en mi casa.

Todos esos recuerdos y vivencias fueron un regalo de Dios a pesar de que lo que me tocó y nos tocó hacer no era nada placentero; más bien ayudarla a bañar, cambiarle de ropa, limpiarle la boca cuando se escurría o cortarle las uñas de sus cansados y deformes pies. Muchas veces tuve que cambiarle la ropa recién lavada porque se le había caído algo de comida encima. Inyectarla para su diabetes era toda una batalla, pues luchaba mucho y se revelada a pesar de que tenía toda su vida sufriendo de ello. Ella me “sobornaba” para que fuera a comprarle comida chatarra o chocolates a escondidas de mi mamá. Me daba tanta seguridad emocional llegar a mi casa y encontrarla viendo su telenovela, que solo me sentaba en el sofá de su cuarto a verla sufrir con la vida de cada personaje. El solo estar allí en su presencia, me hacía muy feliz.

Mi primer choque con el dolor y con esta realidad inherente a todo ser humano fue cuando ella murió. Recuerdo nítidamente cuando la tuve que vestir para que se la llevaran al hospital. Ella como una pequeña niña me suplicaba que no la lleváramos, creo que percibía que su vida estaba llegando a su fin.

Este es uno de los tantos recuerdos que tengo de lo mucho que significó para mi. Pero mis recuerdos no son únicamente de esa etapa de su vida cuando estaba tan impedida, sino de toda una vida “glamorosa” que había compartido hasta ese momento con ella. Pasaba muchas horas antes de que se enfermara hablando del pasado de mi familia. Ella siempre tenía una historia muy enriquecedora que contarme. De igual forma, me daba unos consejos muy buenos a la vez que me trasmitía sabiamente los valores fundamentales en los que mi familia creía y eso cimentó en gran parte lo que luego, por mi propia libertad decidí seguir.

Eso es lo que recuerdo más de mi abuela. Su enorme sabiduría, su riqueza de vida, sus talentos, pero sobre todo, lo mucho que hizo por nosotros. El amor con que ella me miraba y la paciencia con la que me hablaba. Fue tan importante haber valorado su sabiduría de vida, que pierde peso y relevancia ante los recuerdos de los últimos días cuando estaba tan incapacitada.

Creo firmemente que esto no está llamado a ser una realidad únicamente para mí. Estoy convencida de que la vejez es un don para nosotros pues entre muchas cosas nos recuerda a dónde vamos, nos recuerda de dónde venimos, nos recuerda quiénes somos y nos ayuda a no olvidar el origen de nuestra existencia e identidad. Lamentablemente, el mundo nos ha hecho muy egoístas, solo vivimos pensando en nosotros y en cierto modo nos terminamos más enfocando en los problemas que causan “los viejos” y lo molesto que es, olvidando en el medio infinidad de cosas mucho mas trascendentes.

Los ancianos, nuestros ancianos, actúan todos por igual a la hora de envejecer. Su deterioro es más o menos igual para el promedio de la población a menos que hayan enfermado de algo en específico. Se ponen insistentes con un solo tema o una sola idea. Cuando en una cena, ya todos hemos cambiado de tema, el anciano insiste en el mismo sobre todo cuando no ha sido tomado en cuenta o por el contrario cuando ha visto que su punto fue muy bien aceptado. En el fondo, creo que es por el significado que le atribuye a esto. Si su punto no ha sido tomado en cuenta, se sienten rechazados, excluidos, no queridos; pero si su punto ha sido aceptado, se sienten muy amados, tomados en cuenta, valorados y al final queridos.

De igual forma, su memoria muestra un deterioro sin que signifique que tienen un diagnóstico de Alzheimer. Simplemente las capacidades de su memoria operativa para conectar con información nueva, esta deteriorada. Por eso, es normal que se les olvide todo, incluso lo que dijeron en la mañana y repitan la historia de nuevo. Y por eso, es que suelen hablar más del pasado, de sus memorias, de sus vidas pues es lo que su propia mente les da como opción.

Para ellos, los recuerdos de vida constituyen todo y obtienen un significado sumamente relevante pues los hacen sentir vivos. En cierto modo, creo que les recuerda quiénes fueron y quiénes son. Muchos de ellos, hablan repetidamente de sus pérdidas, algunos las viven de una manera heroica de forma resignada, otros las viven de manera angustiosa.

Los ancianos tienen muchas “costumbres” arraigadas con las cuales no desean ceder; por ejemplo, rituales a la hora de comer, o cómo comen los alimentos o a la hora de bañarse. Es normal que se aferran a esa forma de hacer las cosas, pedirles que las hagan diferentes después que así lo han hecho toda su vida puede ocasionarles mucha angustia porque perciben peligro y creen que hacerlas diferentes representará un gran riesgo, sobre todo porque la memoria operativa que los ayuda a aprender nuevas formas de hacer las cosas, esta ya deteriorada.

Los ancianos son muy indecisos por ejemplo cuando van a un restaurante nuevo o cuando compran ropa. No tienen idea que pedir a menos que los llevemos a la cafetería que existe hace 30 años. Los ancianos le tienen mucho miedo a ir al doctor, en el fondo, saben que están llegando al final de su vida y no desean tener contacto con esa realidad. Cuando se enferman de gripe, se angustian mucho, pero quizás es porque no quieren morir.

Los ancianos se visten con cosas que no suelen combinar, quizás pudieron haber perdido un poco la vista que distinga de manera correcta los colores o de otra forma implica también focalizarse a tomar decisiones y pensar qué combina con qué. Los ancianos siempre quieren usar los mismos zapatos a pesar de que los llevamos muchas veces a la zapatería a comprarles otros y es porque sus pies están ya cansados de caminar y se aferran a usar aquellos más cómodos aunque avergüence a la familia por lo viejo de los mismos. Sus viejos zapatos les dan seguridad. A los ancianos les cuesta aceptar sus limitaciones pues son una evidencia de que su vida está llegando a su fin y que necesitan depender de otros.

Estos son solo situaciones descriptivas de la vida cotidiana que ilustran de forma metafórica lo que pudiéramos observar en un anciano. En realidad a nivel científico esto tiene una gran explicación. Este período de la vida se llama envejecimiento. En el ocurren cambios morfológicos, fisiológicas y psicológicos.

Los ancianos presentan una paulatina pérdida de su capacidad auditiva y visual. Disminución de su capacidad motora y su capacidad de respuesta a estímulos. Se altera su patrón de sueño, se disminuye su energía y su rendimiento es pequeño además de que disminuye su capacidad respiratoria y vascular.

En cuanto a los cambios psicológicos, el envejecimiento causa efectos cognitivos y emocionales. El anciano muestra rigidez mental, en cuanto a pensamientos, juicios, ideas y conducta. Se aferra con excesiva prudencia a sus hábitos. Idealiza el pasado y lo compara con el presente. Tienes rituales para todo y vive con mucha suspicacia y desconfianza incluso en la forma como los familiares hacen las cosas haciendo un poco de “detective” o “espía” de los demás para supervisar el proceso llevado a cabo. Se muestran poco tolerantes y repiten muchas veces lo mismo, sobre todo cuando es algo que les interesa.

Existen ciertos elementos de egocentrismo cuando desean focalizar toda la atención en una reunión familiar y si alguien cambia el tema, se enojan interpretando que nadie los toma en cuenta. Manifiestan miedos irracionales en torno a la seguridad personal y por ello, a veces desarrollan conductas dependientes. Su pensamiento es más lento y les cuesta tomar decisiones rápidas y generalmente si se sienten presionados se bloquean emocional y conductualmente. Su inteligencia va en declive y se inclina más a una inteligencia cristalizada basada en los aprendizajes que la persona haya tenido en su vida personal versus la inteligencia fluida que se da al aprender patrones nuevos por medio de situaciones nuevas.

Su vocabulario y sintaxis, el lenguaje escrito, su memorización espacial y visual se conservan en la vejez, mientras que la memoria anterógrada que es la que almacena justo antes se debilita, así como las estrategias de manejo de información. Las memorias afectadas son la operativa, la episódica y la de la fuente; en ésta última es la memoria de la atribución que es cuando asignamos atributos a las cosas, los lugares, los recuerdos o las personas, pero ellos confunden esos atributos. La memoria a largo plazo, la memoria de procedimientos y la memoria semántica se conservan en la vejez, por ello recuerdan cosas muy viejas de hace muchos años con unos detalles muy finos y agudos.

En el campo afectivo, muestran labilidad afectiva pasando del polo del amor al del repele o enojo en pocos minutos. Aumenta su introversión acompañado con espacios de extroversión desproporcionada o euforísmo.

A pesar de todo esto, los ancianos en nuestra vida representan una gran riqueza. Ellos no son un estorbo, son un don para nuestras vidas. Ellos necesitan sentirse amados especialmente en esta etapa de sus vidas por lo que son, por lo que fueron, por lo que han sido y justamente el mensaje que debemos darles es que los amamos y valoramos a pesar de que sus vidas útiles y productivas hayan finalizado.

El trato a los mayores de forma caritativa representa y simboliza la gratitud en su máximo esplendor. Nuestro trato hacia ellos debe expresar gratitud. Con nuestras acciones, palabras, gestos, sacrificios, tiempo y nuestra escucha paciente debemos demostrarles nuestro amor. Ellos no son un obstáculo que nos impide a nosotros, los más jóvenes vivir y realizarnos, pues la realización plena no está en el tener o el hacer, sino en el amor que seamos capaces de compartir con los demás, pero en especial con aquellos que dieron vida. Creo que nuestra misión -si las circunstancias de vida lo permiten- es acompañarlos en su caminar al cielo mientras vemos en el ocaso como se va apagando su propia vida.

Cada día, cuando nos impacienten sus quejas o repitan más de una vez por una semana la misma historia o nos sintamos avergonzados porque han dicho cosas un poco imprudentes, debemos recordar que como los vemos nos veremos, pues nosotros en unos años mas o menos estaremos presentando los mismos síntomas que hoy vemos en ellos. Nuestros hijos aprenderán a tratarnos a nosotros cuando lleguemos a la vejez de la misma forma como ellos ven hoy el trato que les damos a los ancianos. Si el trato que hoy les estamos dando no es bueno, se convierte en un muy mal ejemplo a nuestros hijos. De alguna manera el mensaje que les estamos dando es: “Hijo, cuando crezca y envejezca debes tratarme así de mal, igual a como yo trato a mis propios padres”. Nunca debes olvidar, que como los ves te verás.

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Dra. Mercedes Vallenilla

Psicóloga católica con especialidad en psicología social. Maestra en Matrimonio y Familia. Doctora en Educación, con estudios de postdoctorado en Psicología. Autora de cuatro libros sobre psicoespiritualidad. Pionera en Psicología Virtual con 30*+ años de experiencia.

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