Cuando tenía 18 años sentí muy profundo la necesidad de ayudar a otros y de poder brindar consuelo a aquellos que no habían tenido vidas tan privilegiadas como la mía. Aunque no tenía la formación que tengo ahora y los años de experiencia, las diferencias que veía a mi alrededor eran obvias. Esas diferencias me llevaron a hacerme preguntas trascendentes. Me preguntaba por qué yo había nacido sana, por qué los niños se enfermaban. Por qué había gente que vivía en la calle, que no tenían casa.
Me preguntaba por qué yo había nacido sana, por qué los niños se enfermaban. Por qué había gente que vivía en la calle, que no tenían casa.
Todas estas inquietudes me enseñaron a agradecer y a la vez a intentar hacer algo. A corresponderle a Dios con acciones concretas de vida, comenzando por la atención a las realidades de sufrimientos de otros. Durante mi infancia convivía con una hermosa persona que era mi vecino. Se llamaba Felipe. Él era el menor de una familia numerosa y contaba con el amor de toda su familia.
Felipe fue mi primer contacto con este tipo de niños especiales. Él me enseño muchas cosas, creo que de las más hermosas entre ellas a ser honesto siempre y expresar lo que sentía sin miedo a nada. A dar amor de una forma incondicional. Cuando Felipe se molestaba por algo te lo decía. Cuando Felipe quería demostrarme su amor te abrazaba. Cuando te veía pasar, siempre te sonreía y te invitaba a jugar. Así era Felipe y me dijeron hace poco, que así sigue siendo.
Gracias a que conocí a Felipe y al amor que brota de forma espontánea del corazón de estos niños especiales es que decidí comenzar a ser voluntaria en un centro de niños con parálisis cerebral. La directora del centro estaba extrañada de que una joven de 18 años quisiera pasar allí varios días a la semana sin paga alguna. Pero fue después de hacer el tour por el pabellón A, B y C que decidí quedarme en el pabellón de los más afectados. El pabellón de los que estaban sumidos en la desesperanza y que nadie deseaba dedicarles tiempo porque – con ellos- no había ya nada que hacer. La directora intentó persuadirme, dedicar más tiempo a otros niños de otros pabellones representaba un bien más útil -según ella-, pero había un algo en mi corazón que me decía que debía dedicarme a los más abandonados. Pero no en el cuidado físico, sino en el amor que no recibían a cambio. Hoy entiendo que fue el Espíritu Santo quien guió –sin yo saberlo- mis pasos.
Al entrar a ese pabellón que hoy recuerdo con gran nitidez habían muchos jóvenes sumidos en sus sillas de ruedas, otros en sus camas. Solo recuerdo el olor tan fuerte a orina. Había tantos niños y tan poco personal, que no se daban abasto para ayudarlos a vivir dignamente. En medio de esos niños se encontraba uno que captó mi mirada, él era el más pequeño tenía alrededor de 6 años. El me recordó a un familiar y su carita me robó el corazón apenas lo vi. Él se llamaba Luis. Estaba ciego y su parálisis le impedía hablar.
Todos los días fui al centro. Al llegar iba directo con Luis. Pasaba 4 horas leyéndole cuentos, sacándolo a pasear. Me sentaba a tocar sus manitas y a diseñar juegos con ellas. Al cabo de un tiempo, Luis comenzó a sonreír y a medida que pasaba el tiempo, Luis comenzó a reírse con fuerza cuando le juntaba sus manos. Luis estaba respondiendo al amor. Su corazón y el mío, se comenzaron a conectar.
Un día me di cuenta de que al llegar sin ni siquiera hablar, Luis a lo lejos comenzaba a reírse. Las enfermeras me dijeron que Luis ya reconocía mi perfume al entrar. Así que ese fue el juego que jugamos por un tiempo. Cuando llegaba, me paraba en la puerta y hasta que Luis me oliera y comenzara a reírse yo no me acercaba.
Luis estaba más despierto e inquieto. Comencé a enseñarle su esquema corporal: donde está tu nariz Luis. Donde están tus ojos. Donde tu boca. Hasta que un día él, con mucho esfuerzo logró subir sus manitas para enseñarme con sus dedos donde estaba su nariz.
Una mañana la directora vino a buscarme. Me dijo que la mamá de Luis quería hablar conmigo. Me asuste mucho. Pensé que había hecho algo inapropiado. Cuando salí, la señora al verme me dijo que si era yo la que estaba ayudando a su hijo, que desde hace 3 meses Luis era otro y que ella no sabía que sucedía pero que la directora le había explicado que desde ese tiempo Luis estaba trabajando conmigo. La señora me dio un abrazo entre lágrimas. Me sentí indigna de tanto amor. Más bien era yo la que quería darle un abrazo por acoger a ese pequeño con tanta aceptación. Al cabo de un año, tuve que dejar de ir al centro porque comencé a estudiar psicología. Luis siempre ha estado presente en mi mente y en mi corazón. Él dejó una huella en mi y me enseño lo que la fuerza del amor puede cambiar una vida. En este caso, no fue la suya, sino la mía.
A este tipo de niños se le llamaban en esa época “niños anormales”. La “a” indicaba que se alejaba de un patrón normal de funcionamiento; es decir, ausencia de normalidad. Pero el término se asociaba más a una connotación peyorativa y muchas veces discriminatoria.
La anormalidad se podría definir con base en criterios psicológicos, sociológicos y estadísticos. Basándonos en criterios psicológicos, podemos definirla como la dificultad para adquirir conocimientos, hábitos, actitudes e ideales que sean retenidos o utilizados para originar progresiva adaptación y modificación de la conducta que pueda a su vez conducir al crecimiento de la persona en todas sus dimensiones.
En el ámbito de la sociología, la anormalidad es aquel comportamiento que no satisface las normas sociales establecidas en la cultura por lo que la persona se desempeña de forma inadecuada.
En el ámbito estadístico está representado por la curva de la campana de Gauss. Se considera comportamiento anormal a aquel que no es el que todo el mundo hace o el promedio de las personas hacen. Los valores más frecuentes se agrupan en torno a un valor y el resto se desviaba a un lado y otro alejados de la media. Esos comportamientos alejados de la media son los que se tipifican como anormales y los de la media como normales.
El criterio normativo define al hombre normal como aquel que se asemeja a un modelo de perfección humana, que reúne todas las características deseables e ideales de acuerdo a un sistema de valores imperante lo cual establece como el hombre normal que cumple de forma ideal con el “deber ser”.
El criterio estadístico establece como normal al hombre promedio, cuyas características se aproximan a la aritmética de la característica del grupo al que pertenece. Tiene en cuenta como la persona es y cómo puede llegar a ser.
La anormalidad por tanto es una característica definida en forma subjetiva que se asigna a aquellas personas que se comportan de forma poco funcional. Pero sin ánimos de adentrarme en el estudio de la psicología de la anormalidad y de allí saltar a la patología, solo hago referencia a los niños que conocí y que veo con mucha frecuencia en las calles con sus padres comiendo en restaurantes o llegando a la escuela para sus programas de inclusión social.
Gracias a Dios, hoy a estos niños no se les llama coloquialmente “anormales”, sino niños con capacidades diferentes. Y al solo recordar la experiencia que tuve con Felipe y Luis en mi infancia y adolescencia, pero sobre todo al conocer a tantas personas en mi vida, me pongo a reflexionar que estos niños se comportan interiormente mucho más normales que muchas personas que en apariencia están sanas. A su vez, si aplico los criterios de la sociología, de la estadística y de la psicología que definen a las personas normales, terminan siendo criterios muy subjetivos para valorar el interior y toda la esencia del ser de estas personas tan especiales cuyo valor, en definitiva no radica en su desempeño conductual y funcional adaptado a una sociedad o cultura sino algo mucho más profundo que eso.
Los niños con capacidades diferentes tienen un enorme corazón. Cuando son aceptados por sus familias y amados, ellos responden con más amor. Suelen ser el centro de la atención de sus familias, pero no por malcriados o porque no saben cómo hacer algo, sino por la espontaneidad con la que viven. Ellos siempre te dirán la verdad. Si te ven triste o enojado irán a abrazarte y se darán cuenta primero que otra persona que te sucede. Ellos, viven para los demás.
Los niños con capacidades diferentes requieren de mucho cuidado para salir adelante, pero en ellos veo el amor más perfecto de Dios. Ese amor incondicional que es capaz de amarte fielmente. Que no vive de las apariencias ni le importa que ropa estas usando, solo quieren abrazarte, jugar contigo y decirte que te quieren. Ellos nos sacan siempre una sonrisa y una lagrima al conocer esos corazones tan hermosos y puros que tienen.
Muchas veces he pensado que los “anormales” somos nosotros al no tener la misma capacidad de amar que ellos tienen. Y no porque no hayamos sido creados con el mismo molde y el mismo amor, sino porque en el camino nos estropeamos con tantas cosas que no tienen sentido, nos olvidamos de Dios y nos volcamos a perseguir a diario cosas que no nos llevan al amor.
Cuando veo a un niño con capacidades diferentes sonrío. Pienso que ellos sin son especiales de verdad. Especiales en su manera de amar. De cuidar del otro. Especiales en la fuerza que trasmiten por medio de la debilidad de su cuerpo – a veces- enfermo. Siempre contarás con un abrazo y amor por parte de ellos. Dirán cosas que te harán reír. Al verlos, solo me viene a la mente el “háganse como niños” del evangelio.
Pero este mundo utilitarista que nos ha orientado a diario a desechar lo que no es útil, lo que no funciona de manera eficaz, a desechar lo que en apariencia no sirve sin ni siquiera intentar conocer el interior, nos hace despreciar lo que a simple vista no tiene valor porque su valor no reside en la capacidad de funcionar sino de amar. Estos niños están aquí como un constante recordatorio de lo que vale en esta vida y del sentido de la propia existencia. Del poder que el amor tiene y del sentido con el que todos deberíamos de vivir la vida. Al verlos, nos recuerdan no lo que les falta a ellos que nosotros tenemos, sino más bien lo que a nosotros nos falta y a ellos les sobra: la expresión del amor verdadero, la inocencia más pura, la mirada sin vicio, la bondad que emana del interior desde el mismo sello que el creador puso en nuestro corazón.
Debemos imitar más el corazón de estos niños especiales con capacidades diferentes. Me queda más que claro que la mayor diferencia que tienen con respecto a nosotros, es la enorme capacidad de amar que ensancha todos los días sus corazones y la estrechez del nuestro. Su capacidad de amar es muy diferente a la nuestra porque sus corazones son un reflejo muy puro del amor de Dios.
A sus familias, gracias por acogerlos. Ellos son una bendición para sus vidas que no solo les hacen vivir por anticipado la antesala el cielo, sino además ganarle un poco de él todos los días al acogerlos con cuidado, esmero y amor. A todos los demás nos hacen un gran favor.