Se ha escrito infinidad de artículos sobre la traición. En cualquier ámbito incluso no cristiano siempre se pone de ejemplo como un icono de esta escena cuando Judas traicionó a Cristo por tan solo 30 monedas de plata. Toda una historia de vida donde se ve tan claro la desproporción del amor. El amor que Cristo entregó a Judas versus el desamor con el que Judas le pagó a Cristo. El precio al que fue tasado todo ese amor fueron solo 30 monedas de plata cuando todo el oro del mundo no hubiera servido para ponerle precio al amor que Jesús le había entregado.

La palabra en su significado expresa cuando alguien ha faltado en el cumplimiento de la palabra dada o no ha guardado la fidelidad debida. Etimológicamente viene de la palabra “traditio” que significa entrega o transmisión.

Si nos situamos en este contexto, parece que nos sentimos traicionados cuando alguien no ha cumplido con su palabra, quizás nos sentimos aún mas traicionados cuando alguien ha hecho todo lo contrario a lo que ha prometido. Es decir, cuando no nos ha trasmitido o entregado algo que es coherente al amor. El que no se haya cumplido lo esperado o recibido lo contrario a lo esperado es lo que nos causa un enorme daño en el interior y quizás, nos trae consecuencias que trasciende desde el interior al exterior de la persona.

La traición es algo serio y más serio para aquellos que nos hemos tomado el vivir la vida cristiana con coherencia. Es muy serio porque involucra algo mucho más profundo que es la confianza que se había depositado en la otra persona. Para mi, no solo en mi vida personal sino profesional, la confianza es uno de los pilares que sostienen mi vida y es la base que sostienen todas mis relaciones.

Entregar la confianza a otros de aquello más profundo y que pertenece a nuestro mundo más íntimo es un enorme acto de amor. Y eso debe ser tratado con absoluto respeto, honrado, valorado a extremo, cuidado con sumo detalle pues al final, no merecemos que otros confíen en nosotros. Pero todavía esto adquiere una dimensión mucho más grande cuando estamos hablando de que lo que se comparte es el dolor de otras personas: su fragilidad, sus caídas, aquellos sentimientos que la persona no desea experimentar, pero sobre todo su miseria en forma de pecado ante Dios.

Si nos fijamos en las definiciones, podemos analizar que ésta puede ocurrir en diferentes contextos. En uno de esos contextos es cuando esperábamos algo de otra parte que no se dio, pues nos formamos unas expectativas. Al decir «esperábamos» nos referimos a aquello que se debió trasmitir o recibir. Pero también podemos experimentar traición, cuando lo que hemos recibido de otros ha sido una ofensa, una acción que nos ha perjudicado, cuando nos hemos sentido usados, no valorados, irrespetado, desechados, abusados, manipulados o violentados.

En este último caso, la traición se puede dimensionar en el psiquísmo como algo tan grande que puede bloquear y dejar en shock por unos días o meses a la persona, pues en nuestro esfuerzo por comprender, no comprendemos nada pues justamente lo que en el fondo se ve afectado es la misma confianza o el afecto involucrado hacia la persona.

Dependiendo del acto que podamos calificar como una traición, lo que si es común a todos son los profundos sentimientos que se producen dentro de nosotros mismos. Esos sentimientos son tan fuertes que ocupan un enorme espacio en el interior y pudiéramos decir en todas las dimensiones de nuestra identidad, activándose más la mente emocional que procesa sentimientos más rápido que cogniciones que la mente racional que busca comprender lo sucedido.

Después de que experimentamos estos sentimientos, podemos adentrarnos de manera negativa en el espiral de las emociones, lo que genera que cualquier estimulo lo interpretamos en clave de traición, ocasionando reacciones fisiológicas en nuestro cuerpo, voz, tono muscular, cara y en toda nuestra postura, dando como consecuencia que demos una respuesta negativa al entorno. Y así, una y otra ves introducirnos en ese espiral.

Juan Pablo II habló del espiral de la violencia. Y aunque creo que no se refería al espiral de los sentimientos negativos, creo que este espiral de la violencia comienza a nivel psicológico de esta manera. Una persona que se queda en el espiral de los sentimientos negativos, va agarrando vuelo y velocidad generando una centrifuga tan fuerte que va tomando espacio en toda la psicología, tanto en la mente, como en las emociones y la conducta, pero también en el espíritu y aquí es cuando nos introducimos en un callejón sin salida.

Este espiral de la violencia ocurre cuando la persona está tan poseída por el odio, el rencor y la venganza, que se vuelca toda su vida, sus pensamientos, sus sentimientos, sus acciones a retornar de cierta manera el daño ocasionado. De igual forma, muchos dejan de vivir la viva que aún tienen por delante porque se quedan como en “stand by” porque en cierto modo albergan la esperanza de que la persona que los ha herido restaure el daño ocasionado.

Algunos lo toman como “motto de vida” el buscar regresar a la otra persona el daño recibido y no descansan en ello generando un daño mucho más grande en el exterior, pero sobre todas las cosas, en el interior. Esta nunca ha sido una buena manera de superar la traición, porque al final estas acciones no ayudan a integrar el hecho de dolor en la psicología, sino que nos desintegran mucho más porque van sosteniendo con razones objetivas y llenas de sentido común sentimientos que a la larga se convierten por la fuerza que adquieren en percepciones y estados emocionales constantes.

Lo mejor que podemos hacer es reconocer lo que sentimos: identificarlo poniéndole un nombre a cada sentimiento. Es importante darnos el tiempo suficiente para llorar nuestro dolor y nuestra pena con aquellos que más nos quieren. Después de ello y cuando ya nos hayamos serenado es importante buscar el consejo de alguien objetivo que nos ilumine la razón pero sobre todo con fe para tener un entendimiento de lo qué paso, de por qué creemos que pasó pues podemos quedarnos con nuestra propia visión centrada en el punto y no saldremos de allí sino buscamos quien nos otorgue una amplia perspectiva del problema pero no para sembrar cizaña, o justificar nuestras razones objetivas y llenas de sentido común, sino para iluminar a la razón con la fe.

Después de ello podemos también adentrarnos en una labor muy difícil de hacer y es reconocer qué parte de responsabilidad pudimos tener en lo qué paso. Esta es la parte más difícil, porque podemos tender a culpar totalmente a otros y olvidar que quizás nosotros tenemos alguna cuota de responsabilidad en lo sucedido.

Cuando hemos hecho todo lo que podemos hacer en la dimensión psicoemocional, podemos pasar a la dimensión espiritual. En lo personal, el tener una profunda certeza en mi vida es lo que más me ha ayudado a perdonar. Esa certeza es muy sencilla: soy un ser profundamente amado por Dios. Esta experiencia del amor de Dios en mi corazón, me hace creer que Él tiene siempre el poder de acomodar lo que la libertad del hombre a echado a perder y quizás no con mala voluntad.

Dios es omnipotente, es decir el todo lo puede. Pero no solo tiene el poder de restaurar lo perdido o lo no recibido sino restaurar en el corazón el daño ocasionado que nos pudo haber herido profundamente. Para que Él sane todo en el interior, debemos claudicar a nuestro derecho a hacer justicia, debemos claudicar a nuestro derecho a que nos retornen lo que en justicia no nos han dado, debemos ceder a nuestro derecho de exigir al otro una explicación pues podemos pasarnos la vida esperando por ello; pero lo peor, es que podemos perder lo más sagrado que tenemos: nuestro propio corazón.

Cristo vino para hacernos felices y murió para abrirnos las puertas del cielo. Él quiere que seamos felices aquí en la tierra, que vivamos relaciones interpersonales plenas, que sigamos amando y que sigamos confiando a pesar del daño que pudimos haber recibido. La vida es muy valiosa y pedir por nuestros propios medios que otros restauren en nosotros lo que no hemos recibido o lo que nos quitaron, puede costarnos la propia vida y puede hacer que perdamos el amor de las personas que nos aman y nos quieren sinceramente.

En el lenguaje bíblico la actitud del corazón da la impronta a todo el hombre. Me refiero con impronta a la huella o la marca que da sentido a toda la existencia. El corazón es lo que define al hombre. Por eso, cuando en la Sagrada Escritura se habla de “alianza” se refiere al amor como un acto de la voluntad que compromete a todo el ser, a un acto de fidelidad. El amor es fidelidad, lealtad y obediencia. Por ello, la traición es contraria al amor porque la persona que traiciona no honra ese pacto de amor al igual a como tampoco lo hizo Judas, por lo que están condenados a no experimentar alianzas con el tiempo de amor, porque su traición impide que se mantengan.

La fidelidad a Dios no es un sentimiento es una decisión de amar a Dios por siempre y amar de la misma manera a otros. Por ello, cuando nos hemos sentido traicionados, debemos creer que Él puede restaurar todo con creces. Él es el único que conoce en profundidad nuestro corazón. Cuando confiamos y le abrimos nuestro dolor a su corazón, no solo estamos dándole permiso a que Él adquiera un poder ilimitado en nuestro corazón, sino que nosotros estaremos adquiriendo un poder ilimitado en el suyo.

Al final, reconocer nuestra miseria, ofrecerle nuestros sentimientos de dolor, invitarlo a vivir la crisis que nos ha causado la traición en el interior, pedirle su gracia para sostenernos estaremos abriéndonos al poder de la gracia que Él quiere otorgarnos para sanar nuestro interior. Reconocer nuestra miseria, nos acerca al corazón del Buen Pastor porque nos abre a la misericordia de Dios. Él, más que ningún otro ser humano que haya vivido en la historia de la salvación conoce lo que significa ser traicionado.

Cuando dejamos de caminar por la vida como víctimas de otros esperando que nos regresen lo que nos quitaron o esperando a que restauren lo que en justicia no hemos recibido, podemos perder lo más importante: el amor. Es por esto que debemos recordar que la traición nos puede hacer perder lo único por lo que seremos juzgados en el cielo: por el amor que en nombre del Señor fuimos capaces de entregar aquí en la tierra. Allí es cuando el dolor puede robarnos el amor y dañar todo lo que encontremos en nuestro camino. Perder el amor en nuestro corazón por las razones que sean, nunca ha valido ni valdrá la pena.

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Dra. Mercedes Vallenilla

Psicóloga católica con especialidad en psicología social. Maestra en Matrimonio y Familia. Doctora en Educación, con estudios de postdoctorado en Psicología. Autora de cuatro libros sobre psicoespiritualidad. Pionera en Psicología Virtual con 30*+ años de experiencia.

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