Psicología Católica Integral - Mercedes Vallenilla
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Reconciliarse es una palabra poco comprendida, otras veces mal usada pero en cualquier caso siempre necesitada en la vida de una persona.

La palabra reconciliación tiene un enorme significado, no solo en el ámbito humano sino también en la dimensión espiritual de la persona. Su significado teórico esta orientado a acciones que ayuden a recobrar la concordia entre dos o más partes, pues se fundamenta en el principio de que para que hayan acciones orientadas a reconciliar dos partes, se necesita previamente que haya existido un conflicto entre esas dos partes donde a su vez, se hayan generado sentimientos que se guardan en el corazón y con ello, se pierde la concordia que debió existir.

En este sentido debemos comprender que para que tengamos que reconciliarnos con otra parte, debe existir previamente una situación donde se haya perdido esa concordia; es decir, se haya perdido en esa relación una convivencia y un punto de encuentro sano, basado en la valoración mutua, en el respeto, basado en el amor entre las dos partes.

La pérdida de la concordia o de lo que es lo mismo, del respeto mutuo, de la valoración recíproca llegando hasta el desamor, puede darse fuera de nosotros mismos, es decir con otra persona, pero también puede haber una pérdida de la concordia si se vive en el interior de la persona. Por tal motivo, la perdida de la concordia y la armonía con la que debemos de vivir, puede experimentarse fuera de nosotros mismos con otra persona, pero aún más grave es cuando como consecuencia se pierde dentro de nosotros mismos en lo más profundo del corazón.

Para poder recuperar la concordia con otra parte primero debemos recuperarla dentro de nosotros mismos si ha sido el caso en que llegó hasta el interior de la persona. Para ello, tenemos que dejar de posar culpas en otros y asumir responsabilidades, por eso es importante reconocer que cuota de responsabilidad se tiene o se tuvo en el aparente conflicto. Necesitamos hacer consciente aquello que sucedió e intentar comprender porqué sucedió.

De igual forma, es necesario intentar dejar de darle vueltas a las razones objetivas y llenas de sentido común que muchas veces en los conflictos las personas se dicen para asegurar que se tiene razón, cuando en realidad eso no hace más que fortalecer los sentimientos negativos dentro de uno mismo como si fuera gasolina que se le pone constantemente a una fogata que a su vez deseamos que se apague dentro de uno mismo.

Una vez que hayamos reconocido que se ha perdido la concordia y que no estamos viviendo con ella en el corazón para así poder dar el paso de dejar de posar culpas en otros, es importante reconocer todos y cada uno de los sentimientos negativos que se han experimentado y ver incluso en que nivel están. Si es simplemente enojo o si ha escalado con el tiempo a un resentimiento profundo que invade y divide el corazón o si ya ha escalado al nivel del odio que nos separa no solo de Dios sino de otras personas fuera del propio conflicto.

Después de esto, es muy necesario pasar al ámbito de las facultades que hemos recibido de Dios como un don, me refiero en este caso a la voluntad de optar en libertad para dejar atrás el resentimiento, que nos permite optar por aquellas cosas que nos ayudan a sacar de nosotros mismos esos sentimientos negativos que nos dividen pero sobre todas las cosas, que nos ayudan a optar para pedirle a Dios la gracia para perdonar. Pues sin ella, no somos capaces de tener ni siquiera el más mínimo buen pensamiento.

Para poder transitar el camino hacia la reconciliación, debemos comenzar por nuestro propio corazón y para ello se requiere de la humildad como virtud que nos ayuda a situarnos ante Dios como una pequeña hormiga que sin su gracia no podríamos ni siquiera vivir un día más. Reconocernos hijos de Dios con un corazón contrito nos sitúa debajo de su propia omnipotencia y con ello, nos hace experimentar en el interior que existe una fuerza mucho mayor a la nuestra que es capaz de brindarnos todo lo necesario para sanar.

Pero esto no solo requiere profunda humildad del corazón, sino aceptar nuestra vulnerabilidad, aceptar que somos seres pequeños, limitados, llenos de imperfecciones pero que podemos optar con la gracia y el amor de Dios para cambiar.

La “M” de miseria va junto a la “M” de misericordia. Reconocer nuestras propias miserias nos hace abrirnos a acoger la misericordia de Dios y con ello, todas esas barreras interiores se derrumban para dar paso a la gracia de Dios, elemento esencial para reconciliarnos con Dios, pero también con los demás.

A partir de allí, Dios otorga las gracias necesarias en el alma y comenzamos a vivir la primacía de la gracia que está por encima de todo –incluso- de lo que podamos sentir de negativo y adverso. El amor se derrama en el corazón y con ello, comenzamos a abrirnos caminos a nuevas realidades de amor más positivas y esperanzadoras, ensanchando nuestra capacidad de amar a un nivel mucho más grande al que inicialmente estábamos. La luz llega a la razón y con ello comenzamos a dejar nuestras posturas inamovibles, comenzamos a abrirnos a la comprensión y el entendimiento del otro, de lo que pasó, de lo que pudo haber sucedido, del sentido que tuvo y ahora tiene lo vivido y con ello, tener quizás una comprensión mucho más amplia y en plenitud de todo.

Como dicen los psicólogos de la Gestalt, se produce un “insight” que no es otra cosa que nuestro cerebro hace nuevas conexiones de información y conocimiento ampliando nuestra visión sobre lo sucedido y con ello, abriéndonos a la posibilidad de un diálogo, pero sobre todo, abriendo mucho más las puertas del corazón para amar como Dios nos ama y dejarnos amar por Él.

Para poder recuperar la concordia y transitar este camino de reconciliación con los demás, debemos reconciliarnos primero con Dios y con nosotros mismos.

Muchas veces, estamos divididos en el interior porque no logramos justamente vivir en armonía con lo que sucedió, el cómo nos sentimos con lo que pasó pero por eso es tan necesario deponer las armas de defensa y acoger con humildad la realidad interior, para poder invitar al corazón a recorrer este camino de sanación de la mano de Dios.

De toda esta aceptación que implica rendirnos a los pies del Señor para pedirle su gracia y su amor es que puede desprenderse la fortaleza necesaria para cambiar y transformar con ello toda la realidad de dolor en amor. Y cuando se va experimentando esa gracia en el corazón, se convierte en el motor que nos impulsa a transformar todo lo vivido gradualmente.

Poco a poco vamos dejando en el camino todos aquellos vicios y miedos interiores, vamos saliendo de esa zona de confort donde se escuda la mente para protegerse y defenderse de lo que no comprende y a lo que le tiene miedo y comienza a renacer un agradecimiento a Dios que a su vez se convierte en la motivación necesaria para seguir transitando el camino de reconciliación con Dios.

Cuando esto ha ocurrido en el interior de la persona, tanto en su mente como en su alma y no como una idea abstracta o concreta sino como una experiencia de vida, es cuando se comienza a transitar el camino de la reconciliación con los demás, pues ninguna persona que no esté primero en concordia con su interior, puede como consecuencia intentar estar en concordia con los demás, pues en su defecto el proceso de reconciliación quedaría truncado o sería fallido. Pero como todo, no podemos hacer nunca un proceso de reconciliación de este tipo sin la ayuda de la gracia de Dios, pero mucho menos, si estamos profundamente separados de nuestro creador.

El Señor es el único capaz de darnos la fortaleza para cambiar. La experiencia de su amor es la única que nos puede ayudar a transformar el dolor en amor. Pero para ello, necesitamos recorrer un camino personal de aceptación interior, donde podamos contrarrestar y confrontar nuestra realidad interior ante Dios, solo así es como podemos sanar, claudicando a nuestro derecho a tener la razón.

En el pasaje de las Bodas de Caná (Juan 2, 1-12) se acabó el vino. Y es María, la madre del Buen Pastor quien se da cuenta de ello. Por petición de su madre, Jesús da una sencilla indicación a los hombres que allí estaban: “Llenen las tinajas vacías con agua”. Muchas veces pensé que sentido tenía cargar tinajas llenas de tantos litros de agua quizás bajo el sol cuando lo que en realidad faltaba era vino. Pero Jesús pide algo que pudiera ser incomprensible a la razón, pero al final resultó ser en el mejor vino que se brindó al final de la boda.

Las tinajas vacías cuando se acaba el vino, pueden representar esa gracia que se deja de recibir en el corazón cuando somos nosotros los que optamos por consentir tantos sentimientos negativos en el interior, cuando le damos vuelta en la razón a tantas ideas objetivas y llenas de sentido común que nos confirman cuán cierto estábamos y cuando pactamos con ciertas conductas que nos alejan de las verdaderas intenciones del corazón.

Las tinajas representan nuestra propia alma, ese espacio interior que recibe como un contenedor la gracia que Dios derrama en el corazón. Las tinajas vacías hablan de aquello que quizás perdimos en el camino o dejamos que se perdiera como el amor, la paz, la serenidad, la esperanza, la humildad y cuando vivimos sin ello, se experimenta un profundo vacío en el interior que conlleva a su vez en la pérdida de sentido.

El agua representa un elemento vital en la vida de una persona. Sin agua, no podemos vivir. En este caso el agua limpia y purifica por lo que pareciera que antes de que se convirtiera en vino, necesitábamos cargar el agua de aquí para allá bajo el sol, quizás porque necesitamos purificar nuestro interior para que incluso Dios obre un milagro dentro de nosotros mismos.

El agua representa el punto de partida humano con el que tenemos que trabajar primero para luego poder saltar a la fe y que ocurra un milagro de la gracia de Dios en nuestro corazón herido por el dolor. De lo contrario, estaríamos deshumanizándonos y Dios nunca ha pretendido eso.

El agua se asemeja a ese proceso interior que debemos hacer para podernos purificar interiormente de todo lo sufrido y de todo lo vivido. Para poder dejar en el camino todos esos dolores que hemos experimentado, necesitamos purificarnos primero de nosotros mismos, necesitamos hacer ciertas opciones, necesitamos vencer nuestros miedos y ponernos en marcha para decidir que vamos a hacer con aquello que sentimos. Necesitamos valor para entender, acordar, arreglar, pacificar,  apaciguar, olvidar y pedir la intercesión de Dios.

Pero Jesús después de todo este transportar las tinajas de agua caminando bajo el sol, obra el milagro y la transforma en vino. El vino representa entre otras cosas la revelación dada por medio de la palabra, la buena nueva que Cristo nos vino a traer con su vida llena de tantas enseñanzas, representa todo aquello que nos falta para vivir con amor desde el corazón.

Y Cristo transforma el agua en vino por una sola razón: por la fe de quienes la cargan que sin cuestionar la falta de congruencia de transportar agua cuando lo que faltaba era vino, fueron fieles por su fe al mandato que el hijo de Dios les estaba dando. Pero todo esto ocurre en presencia del Señor y solo teniéndolo presente en nuestras vidas.

Solo por la fe ocurre el milagro. El mejor vino se servía en las fiestas de primero para que una vez que el paladar se hubiera acostumbrado se serviría el peor vino así nadie podría darse cuenta o notarlo con su propio paladar. Pero así es la generosidad de Dios cuando uno es fiel y dócil a sus mandatos, cuando uno hace lo que Él nos pide, cuando uno ama a pesar de haber recibido desamor. El transforma todo ese dolor en un amor y otorga al interior unas gracias especiales que se transforman en gozo, algo mucho más profundo que la simple felicidad que brinda la propia vida.

Para poder iniciar un camino de reconciliación con aquello que nos separa del amor, debemos tomar una decisión. La invitación hoy es a llenar nuestra tinaja vacía de consuelo, esperanza y amor. Él, no desea que nos perdamos en un túnel sin salida del odio, del resentimiento y del rencor. Él no quiere que nos perdamos o que nos extraviemos del camino por el desamor.

Para que el Espíritu Santo nos llene nuestra tinaja y con ello derrame el mejor vino en ella de gozo es necesario cambiar convirtiendo el odre viejo en un odre nuevo que pueda llenarse del mejor vino y nuestra copa quedé rebosando de amor, no solo para vivirlo en plenitud al final de la vida, sino todos los días de nuestra vida.

Aunque sintamos que se ha acabado el vino, debemos pensar que nunca es tarde para sanar nuestras heridas y con ello, reconciliarnos con Dios, con nosotros mismos y con los demás para así recobrar la concordia interior y poder transitar por el camino de la vida con gozo y paz hasta que nos toque partir a la eternidad.

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Mercedes Vallenilla

Psicóloga católica con experiencia en Psicología Social y Maestría en Matrimonio y Familia. Doctora en educación de la Universidad Anáhuac, con estudios de postdoctorado. Autora de cuatro libros, pionera en Psicología Virtual con 30+ años de experiencia.

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Mercedes Vallenilla

Psicóloga católica con experiencia en Psicología Social y Maestría en Matrimonio y Familia. Doctora en educación de la Universidad Anáhuac, con estudios de postdoctorado. Autora de cuatro libros, pionera en Psicología Virtual con 30+ años de experiencia.

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