Psicología Católica Integral - Mercedes Vallenilla
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El Rabbí. El Maestro. Nuestro Señor. El tan esperado inesperado. El que confundió a todos con sus sandalias y su vestidura. Con su lenguaje común y sencillo, pero a la vez profundo. Un lenguaje metafórico y simbólico, que trasmitía las mismas enseñanzas a su pueblo pero que le daba en cada palabra un nuevo sentido. El sentido donde se comenzaba a introducir la buena nueva que nos brindaría la oportunidad de llevar a plenitud lo que los profetas habían anunciado por años.

Al pueblo judío no se le tenía permitido mencionar el nombre de su padre, Yahvé. Este solo podía usarse en los textos escritos y al usarlo, ese texto se convertía en un texto sagrado. Ellos al referirse al Señor podían usar las palabras Adonai que significaba “Señor” y Adoshim que significaba “bendito”. La distancia con Dios era considerada un signo de respeto a lo sagrado y lo bendito donde el hombre no tenía la suficiente altura para poder referirse a Él de una manera cercana y sencilla.

Pero Jesús se hace presente en medio de su pueblo y se introduce en esa dinámica del diario vivir. Se baja porque se comprende que el hombre nunca podrá alcanzar a Dios. Se hace presente en medio de la lucha por el sustento diario, en medio de sus oficios siendo un pueblo sometido al dominio romano. Un pueblo que intentaba ser fiel a sus creencias, que pasaba y vivía muchas calamidades. Un pueblo que padecía enfermedades como las padecemos ahora, que vivía del trabajo sin salario representado por la pesca infructuosa. El esfuerzo con vivir de cara a las enseñanzas heredadas de sus antepasados y la lucha diaria por el pan para sobrevivir. Todo muy parecido a lo que hoy estamos viviendo.

El Rabbí se presenta en medio de ellos porque simplemente Él era uno de ellos, uno de nosotros. Para desde esa misma realidad darle un sentido bajando todo a tierra, pero elevándoles la mirada al cielo. Acercándonos a su divinidad, pero desde nuestra propia realidad.

Cada vez que medito en el evangelio, me sumerjo en lo que pudo haber sido para los apóstoles y para todos los que lo conocieron haber compartido -al menos- un momento de sus vidas. Como esas promesas que los profetas narraban en lo que para nosotros hoy es el Antiguo Testamento se estaban haciendo realidad una a una en esta figura tan esperada, pero a la vez que se presentó de una forma tan inesperada desconcertando a todos.

Jesús era el Mesías esperado por Israel, pero que no estaba siendo esperado de esa forma tan cercana. Él se presentó no para abolir la antigua ley sino para llevarla a plenitud. Cada vez que hacía un milagro pide guardar el secreto, el tan llamado secreto mesiánico, justamente porque la connotación que tenía el Mesías era entendida como un caudillo político que vendría con todo su poderío humano, quizás montado en su caballo y sus vestiduras, armado por completo con la fuerza de los medios humanos para liberar de la esclavitud del pecado y de los romanos a su pueblo. Jesús pide guardar el secreto después de que obra cada milagro, porque no quería ser mal interpretado asociado a ello.

Jesús a cada paso del camino va manifestando progresivamente su misterio. La confesión máxima de que Él era el hijo de Dios se da al final -en la cruz- cuando el guardia romano que además era pagano dijo: “verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mt 15, 39).

Es así como un pagano reconoce ante la cruz que Jesús era el Hijo de Dios. Así es como Jesús se nos presenta como el que salva a todos sin distinción. Como nuestro Salvador universal por el camino de la misericordia, del perdón, de la reconciliación. Ese pagano que no creía nos representa a todos los que no creemos cuando estamos pasando un mal momento, los que cuestionamos, los que nos burlamos; pero con la posibilidad de creer hasta el último momento de la existencia donde exhalaremos ese suspiro final.

El motor que mueve por dentro es la experiencia del amor. No del miedo como muchos hoy lo buscan, tampoco por interés, mucho menos por obligación. En todos los pasajes del evangelio podemos reconocer a un Jesús que se acerca, interpela los corazones en el amor. Abraza. Corrige. Explica. Que no se cansa de andar por todos los caminos. Que se separa a orar para invocar a su padre y preguntarle cuál es su voluntad.

Es solo la experiencia del amor la que mueve un corazón de piedra para convertirlo en uno de carne. De eso se basa nuestra religión: una experiencia de amor que conduce a la resurrección. Donde primero experimento el ser amado por un Dios incondicional que -muy a pesar de- me sigue amando. Luego, es que surge ese deseo de vivir en coherencia con un “deber ser” porque emana de forma natural ese deseo de hacer el bien y de asemejarnos a Él.

En ese paso del camino Jesús ve y al ver conoce el estado del corazón del hombre. Así pasó con Zaqueo, con Mateo el recaudador de impuestos al que todos rechazaban, con María Magdalena perdida en la mala vida y con el mismo Pedro sumido en las deudas de la mala pesca y posterior a ello, en las promesas que no pudieron ser cumplidas.

A todos y a cada uno los elige con esa mirada de amor que penetra el ser. Ese algo que no se puede explicar con palabras pero que le da sentido a toda la existencia en un soplo al corazón que dura un milimétrico segundo.

La mirada que Él nos tiene no puede penetrar el corazón del hombre si el hombre no se ve a sí mismo en profundidad sino más bien se empeña en verse superficialmente -por afuera- sin que desee penetrar todo ese simbolismo que el cuerpo expresa del interior.

Esa cercanía que Jesús otorgaba es la misma que hoy necesitamos brindar a nuestros semejantes en ese caminar en los pastos, cañadas y caminos de tierra, bajo el sol, la lluvia, el desierto y las estrellas. Jesús vino para que pudiéramos decirle Rabbí, Maestro.

Así me veo todos los días pastoreando a las ovejas del Señor. Veo al leproso que llorando le dice: “Jesús, si quieres cúrame”. Veo a María Magdalena quien con su vida disoluta estaba perdida en la mala vida. Veo a Mateo jugando un rol en la economía del caudillo, oprimiendo con sus cuentas y su capacidad de sacar números al pobre pueblo judío, olvidándose de quién era realmente, olvidando su propia identidad pero siendo rescatado por su amor.

Veo al paralítico y al ciego de nacimiento. Veo a Lázaro muerto y a sus hermanas Marta y María increpando al Señor por qué se había tardado tanto. Veo también a las almas víctimas, que mi Jesús los sube a la cruz, para consolarse mientras los consuela.

Veo al que se cree perfecto que de forma compulsiva no puede parar el vicio de corregir lo que no es perfecto en nombre de un Dios que nos enseño que la misericordia solo opera en el amor que ama al pecador con toda y su imperfección. Veo a la viuda que tira todo lo que tenía en el óbolo por el gozo en su interior y su profunda confianza puesta en Dios.

Veo a los fariseos representados hoy en los fanáticos religiosos que buscan el punto negro en la pared porque han desvirtuado el deber ser dejando por fuera a la misericordia y al amor. Que son rápidos para juzgar porque se sitúan en su pedestal. Que desaniman al que con tanto esfuerzo esta intentando cambiar.

Cada vez que leo el evangelio y veo a diario lo que mi Señor me permite ver, me doy cuenta de que Jesús sigue estando aquí igual que hace dos mil años. Esta en mí y en aquel que lleve la cruz con alegría, brindando amor y haciendo el bien a su paso, pero dando paso a que la resurrección sea posible en él.

Gracias a todos los que a diario me han dejado ver al Señor, que me han permitido palpar lo que el amor es capaz de hacer a quien con humildad se lo pide para convertirse en un reflejo de Él. Porque al ver a cada uno, lo veo a Él y eso renueva mi esperanza de un mejor mañana y mi anhelo de poder alcanzar algún día el cielo para compartirlo por toda una eternidad con Él.

Así sigue siendo hoy. Seguimos encontrándonos con el esperado de forma inesperada. A cada paso del camino, en aquel que menos esperas. Pero solo podrá encontrarse con el tan esperado inesperado de forma inesperada en cualquier parte del camino únicamente aquel que lo espera.

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Mercedes Vallenilla

Psicóloga católica con experiencia en Psicología Social y Maestría en Matrimonio y Familia. Doctora en educación de la Universidad Anáhuac, con estudios de postdoctorado. Autora de cuatro libros, pionera en Psicología Virtual con 30+ años de experiencia.

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Mercedes Vallenilla

Psicóloga católica con experiencia en Psicología Social y Maestría en Matrimonio y Familia. Doctora en educación de la Universidad Anáhuac, con estudios de postdoctorado. Autora de cuatro libros, pionera en Psicología Virtual con 30+ años de experiencia.

4 comentarios

  1. Gracias Mercedes! Dios te bendice. Tus artículos alimentan mi espíritu.
    El Señor Jesús, mi Salvador, mi Pastor.
    Lo mejor que me ha pasado en la vida es haberlo conocido.
    Estoy pasando una prueba de fe, que solo Mi Señor me ayuda a sostenerme y conocer tu testimonio me motiva y alienta mucho. Sigo en la lucha. Creo en Dios, confío en Dios, espero en Dios.

  2. AMÉN, AQUÍ ENCONTRÉ EL RESUMEN MÁS HERMOSO DE LAS PARÁBOLAS DE JESÚS,MI QUERIDA DOCTORA MERCEDES,EN USTED VEO UN MILAGRO DE NUESTRO SEÑOR, GRACIAS POR COMPARTIRLO CON NOSOTROS

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