Psicología Católica Integral - Mercedes Vallenilla
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Marta y María. Contemplativa y Conquistadora. Los dos ejemplos de servicio. Amigas cercanas del Señor. 

Este evangelio que acabamos hace poco de recordar en la liturgia, me transportó en mi memoria afectiva a mis épocas de juventud cuando inicié mi vida apostólica mientras conocía el amor de Dios a través de la oración y de servirlo en el apostolado.

Todos cuando conocemos a Dios a través de cualquiera de las personas de la Santísima Trinidad y además a la Virgen María, realmente pasamos por un idilio de amor donde esa experiencia que sentimos de manera sensible se convierte en un conocimiento suficiente y necesario que nos impulsa a diario a dar más y a querer ser mejor.

Es así como iniciamos quizás una relación con un amor de novios con Dios. En esta etapa estamos en una fase de autocompensación donde todo lo que recibimos nos hace felices. Realmente allí estamos extrayendo de la relación todo porque nos hace sentir plenos. 

Así comencé como muchos mi relación con Dios. No sabía nada, solo sabía que Él consolaba profundamente mi corazón y que estando ante Él, todo en mi interior se volvía paz.

Mi primer amor fue Jesús, Él conquistó mi corazón. Primero fue por su liderazgo humano que había marcado la historia del mundo en dos: antes de Él y después de Él. 

Como buena joven que quería cambiar al mundo, eso es lo que me llamaba la atención. Yo quería ser como Él: un líder humano en todo el sentido de la palabra. Mi poca experiencia y conocimiento teológico, solo me llevaban a querer imitar su ejemplo, pero más en las cuestiones humanas y no tanto en las divinas. 

Más tarde me di cuenta el que realmente el Espíritu Santo estaba obrando en mí desde pequeña. Comencé a darme cuenta de que siempre me había soplado para saber cosas que no sé de dónde las obtenía como haber dicho que quería ser psicóloga a los 9 años sin tener a nadie en mi familia que lo fuera. 

Posterior a ello, me enamoré de la Guadalupana sin siquiera vivir en México, tanto que me quise casar con ella colgada en el cuello. Un día estando ya de misionera en Manila, me paré en frente a un atril que me llevé en la mano con su imagen, y le supliqué sentirla como a una madre. Su respuesta no tardo en expresarse y desde ese día ella cuida de mi como a una niña en su regazo. 

A Dios Padre “mi Abba Pater” lo conocí de adulta mucho más tarde. Me imponía su presencia por eso le pedí también en la oración conocerlo mejor.

Hoy lo alabo todos los días. En mi corazón emana una oración filial a quien considero que significa lo mismo que indica la traducción de Abba Pater: «mi papito». 

Pero cuando inicié muy joven a servir al Señor en apostolados diversos, realmente con quien me identificaba era con Marta. De aquí para allá toda agobiada corriendo con urgencia «salvando almas».

En ese estado inicial de la vocación de un Dios de amor que llama en lo secreto y el alma responde en el secreto. Donde no hemos hecho realmente nada, pero donde queremos darlo todo a cambio. Es esa experiencia del amor que nos mueve por dentro mientras experimentamos un fuego que nos quema interiormente.

Poco a poco ese ardor fue pasando a una identificación con un estilo de ser que; de manera natural, me llamaba a vivir un estilo en coherencia con todo lo que estaba experimentando. El deseo de dar más y hacer más. Marta creciendo en el interior con toda esa necesidad de darlo a conocer por medio de un ministerio sea cual fuere. 

Esto nos pasa a todos. Ese ardor en el pecho que nos mueve en el deseo de dar más a otros lo que con palabras no se puede explicar por qué pasa en los rincones más profundos del corazón.

Como muchos, no estuve exenta de esto. Pensé que mi capacidad de amar iba de la mano con mi fortaleza física. Mientras más fuerte me sentía físicamente y con más ardor en mi corazón, más capaz pensaba que era de darme a través del apostolado y con ello, de dar a conocer a mi Dios de amor. Todo esto me confirmaba que el único camino para mi era el de la entrega.

Por muchos años fui más Marta que María. Al menos eso quería, pero gracias a Dios que mi enfermedad me situó a tan solo 25 años en la verdadera realidad que todos tenemos.

Somos muy débiles y necesitados. Nuestra fortaleza no está en lo que seamos capaces de hacer por medio de la entrega desinteresada sino en el amor que estamos llamamos a dar a otros por medio de un ser que se centra en el amor de su creador. 

Es así como al perder mis capacidades físicas una a una y al irme debilitando es cuando realmente me fui fortaleciendo en el verdadero amor que está enraizado en la oración.

Fue allí como comencé a darme cuenta al pasar a esa tercera etapa de la internalización de la vocación que entendía mucho más cada una de las estaciones del Via Crucis. El camino recorrido comenzó con la autocompensación para pasar a la identificación y así llegar finalmente a la internalización.

Al llegar aquí el evangelio de Marta y María cobra un enorme sentido. Somos muchos los que en nuestro caminar al cielo pensamos que el hacer tiene mucho más valor que quedarnos a solas con Dios en la oración para fortalece el ser. 

Esto pasa a muchos cristianos. Creen que lo más importante es conquistar y no contemplar. Cuando esto pasa se pone el interés en cosas que realmente no son relevantes como -por ejemplo- el estar celebrando el número de seguidores que tienen en redes sociales o el contar todo cuánto hacen por Dios con el número de revoluciones de un video.

El número de personas que asistieron a un retiro o el número de sillas ocupadas en la conferencia en comparación con otros oradores pasa a ser entre otros indicadores muy relevante. Pero cuando esto se eleva algo mayor se interpreta de forma errónea como signo de santidad sacando por completo de contexto el sentido que la entrega apostólica tiene. 

Cuando esto sucede es porque se ha distorsionado la vida espiritual dado que se le ha dado un sentido al apostolado de que “vale por lo que se hace o por cuantos hayan sido impactados”. Pero por otro, lado se cae en la contradicción de decir que si solo un alma se ha beneficiado de la entrega entonces todo ha valido la pena. 

Es cierto que hoy vivimos en un mundo que se rige por el marketing digital y que para ser eficaces en nuestros ministerios no podemos hacer caso omiso de las lecturas que este nos brinda para dar a conocer mejor el amor de Dios.

Pero el problema no es valernos de un medio que nos informa lo que la audiencia necesita, sino que pase de ser un medio a ser un fin, y por tanto el medio es utilizado como un indicador humano de éxito para nutrir más bien el ego, el protagonismo desmedido y potenciar así el narcisismo.

De esta manera es como se puede caer en ese excesivo activismo pragmático donde podemos vernos con ello como Marta todos agobiados porque se descuida lo que realmente es esencial en la vida espiritual.

Cuando se hace esto la mente se vuelca a nivel psicológico a medir y contar todo lo que en nombre de Dios se hace por medio de una entrega que supuestamente es muy desinteresada. Esto hace que se pierda el foco y quizás llegándose a perder la pureza de intención con que se hace la entrega.

Es verdad que necesitamos en algún punto contar para sacar presupuestos y no perder dinero. También hacer uso de los medios humanos como puede ser la tecnología para evangelizar. Pero contar como un signo de santidad en la entrega es algo que más bien se utiliza como un criterio de autocompensación afectiva donde la persona se esta buscando así mismo nutriendo el ego y todas esas necesidades afectivas vitales como son la necesidad de sentirse valorados.

Al hacerlo, se corre el riesgo de perder la pureza de intención en los actos y por tanto, se cae en el activismo de Marta. Allí es cuando se deja de buscar el amor de Dios que surge solo en la oración.

Al distorsionar la entrega emergen por tanto con fuerza los conflictos en los grupos parroquiales o de ministerios por pugnas de poderes y competencias desmedidas. Los hermanos «cristianos» pasan a ser rivales y aquello en vez de ser un lugar de pastos seguros pasa a ser un lugar de cañadas oscuras donde lo que menos se vive es la paz y la armonía cristiana.

Todo porque el centro ha dejado de ser Cristo y las personas han dejado por tanto de ser «cristocéntricos» para ser egocéntricos por que el ego ha ocupado el centro que desde el inicio tuvo que ser para Dios.

Así el motor son las autocompensaciones afectivas camuflageadas de amor. La persona se quedó en la primera etapa de la vocación, se quedó en la autocompensación sin que progresara de ese amor inicial de novios al amor maduro de esposos.

Agradezco a Dios mi enfermedad porque me arrancó toda esta falsa creencia que tenía de joven de que la evangelización y -por ende- la misión que Dios me revelaría se llevaría a cabo de mejor manera a través de mi fortaleza física.

El símbolo de ello estaba representado por las botas que usaba para introducirme en las zonas mas desprotegidas de Manila, Filipinas cuando estaba de misionera y no la Corona de espinas símbolo de una entrega basada en el sacrificio oculto y amoroso que imita a diario al amor que entregó el redentor. 

Todo lo que padecí cuando colapsé y fui diagnosticada sacó de tajo esta falsa creencia y el diagnostico de mi incurable enfermedad ayudó de cuajo a dejar de poner todo el valor en la conquista y centrarme en la mejor parte que –como dijo el mismo Jesús- es la oración.

Esto alberga la posibilidad de que si necesitamos refuerzos humanos en forma de compensaciones afectivas, el buen Dios se encargará de hacernos ver por un pequeño agujero, aquello que pueda humanamente reforzarnos afectivamente sin que nos perdamos en esa entrega o nos descentremos de su amor.

El equilibrio en la vida es necesario incluso en el apostolado. Hoy no concibo mi vida sin la oración porque hace tiempo comprendí que no solo sería el sostén para poder sobrellevar todo el dolor que experimento a diario en este cuerpo enfermo, sino que además comprendí que es solo a través de ella donde obtengo el soplo del Espíritu Santo para continuar a diario con la misión que Él me encomendó y me encomienda todos los días por amor. 

Es por eso por lo que todas las mañanas le digo: “Habla Señor que tu sierva escucha” porque considero que esa es la única manera desde donde necesita emanar una entrega apostólica para que todo lo que hagamos sea en el trabajo o en el ministerio lo hagamos desde el impulso que da la oración.

Estoy segura de que -sin ella- estaría perdida en la búsqueda de la conquista por mi misma, nutriendo afectivamente mi valor encubierto en un bien para los demás y para la Iglesia. 

Conquistar -sin contemplar- es solo un signo de que se está entregando a sí mismo, buscándose a sí mismo, pero no donando lo más valioso que solo se consigue en la oración y que es la fuente del amor del redentor.  

Por tanto, quien se ha quedado en la primera etapa de la vocación cristiana de la autocompensación sin dar los pasos a la identificación y posterior internalización es porque dejó de lado el más importante medio que existe para lograrlo que es la oración.

Es así como una entrega que se basa en la oración diaria esta llamada a dar abundantes frutos, pero incluso esos frutos no son usados como guías constantes o parámetros de éxito que hay que contar o medir, pero mucho menos usados como signo de santidad en la entrega.

Por eso, lo más valioso se entrega en lo secreto pues allí es el origen teológico de la verdadera vocación a la santidad de un cristiano donde Dios llama en lo secreto y eso solo se puede conseguir orando.

Marta y María. Ambas necesarias. Contemplativas, pero para ser conquistadoras. Centrados en lo único que tiene valor que es la escucha de la voluntad de Dios.

Solo así estaremos en capacidad de vivir una verdadera pobreza evangélica que no se ata a nada, que no se agobia por nada, que no cuenta ni mide constantemente lo que desinteresadamente dona y entrega.

Un alma que solo solo ora, escucha y sirve alcanzando así la plenitud en la misión que Dios por amor otorga a quien se dona sin ningún tipo de ataduras.

Por eso, comprendo en mi propia vida lo que Jesús afirmó en el evangelio. María fue la que sin duda alguna se llevó la mejor parte.  

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Mercedes Vallenilla

Psicóloga católica con experiencia en Psicología Social y Maestría en Matrimonio y Familia. Doctora en educación de la Universidad Anáhuac, con estudios de postdoctorado. Autora de cuatro libros, pionera en Psicología Virtual con 30+ años de experiencia.

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Mercedes Vallenilla

Psicóloga católica con experiencia en Psicología Social y Maestría en Matrimonio y Familia. Doctora en educación de la Universidad Anáhuac, con estudios de postdoctorado. Autora de cuatro libros, pionera en Psicología Virtual con 30+ años de experiencia.

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