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La injusticia y el grillete

Es duro cuando somos víctimas de injusticias. No alcanzamos a comprender qué hicimos y el porqué de los acontecimientos que vivimos. Lo que hemos recibido a cambio es desproporcionado, incoherente y no corresponde a lo que hemos sido o al cómo hemos actuado. Al final, injusto.

La realidad es que, si es una injusticia, nada tenemos que ver nosotros con lo que estamos viviendo, pues lo justo viene de recibir una consecuencia acorde de un comportamiento, una sanción a un acto que ha violado las leyes o que podemos determinar desde una escala ética y moral que ha causado un daño y herido a otros.

El mal siempre ha estado presente en el mundo. Antes, en el pasado quizás no era tan notorio. Ahora podemos identificarlo en todas partes: terrorismo, asaltos, asesinatos, disparos en escuelas, violencia en el seno de la familia y fuera de ella en las calles a manos de desconocidos. Pero en un nivel más bajo, podemos identificar deshonestidad, falta de coherencia de vida, traición, engaño, infidelidad, falta de nobleza e integridad. Ya no nos sentimos seguros en nuestras propias casas. Ese lugar donde resguarda y brinda un profundo sentimiento de seguridad emocional. Ya no nos sentimos seguros en ese lugar llamado sociedad. No nos sentimos seguros en ninguna parte. como debe actuar un cristiano ante la injusticia

A veces cuando vemos tanto mal, queremos culpar a Dios y muchos se preguntan ¿por qué no detiene esto? Para mí la respuesta es sencilla y no radica en pensar que si Dios es omnipotente teniendo el poder de hacerlo por qué no lo hace.

Mi respuesta me recuerda a una frase llena de sabiduría, pero a la vez de profunda verdad que dijo San Agustín: aquel que te creo sin ti, no puede salvarte sin ti.

Dios no contó con nosotros para crearnos. No nos pidió permiso ni tampoco nos pidió nuestra colaboración. Pero al crearnos nos creó libres. Eso quiere decir, que una vez que nacemos a este mundo los hacemos dotados de la capacidad de elegir correcta o incorrectamente y en cada una de esas decisiones o elecciones que hagamos a diario Dios no se mete a menos que lo hayamos invitado previamente a nuestras vidas. Esa capacidad de elegir el bien y que se va formando poco a poco a medida que crecemos, a cargo principalmente de la formación que deben brindar los padres.

Él respeta nuestra libertad, pero requiere de nuestra colaboración para salvarnos. Respeta cuando decidimos actuar mal y afectar a otros. Respeta todo lo que hagamos bueno o malo, pues sino lo hiciera estuviera Él mismo violando este principio de la creación de respetar nuestra libertad para que seamos nosotros los que optemos por el bien.

Las decisiones que tomamos todos los días alteran la vida de otros. Cuando vemos que alguien comete una enorme injusticia contra otros -los inocentes- nos causa un enorme dolor. Pero peor nos sentimos cuando somos nosotros las victimas de algo que ha sido injusto. Y la mente se vuelca a repasar qué fue lo que hice para merecer esta sanción.

Si nos adentramos en la vida de estas personas que agreden sin explicación y que se comportan de manera injusta, comprenderemos que detrás de un victimario, siempre hay una víctima. Es decir, un victimario fue primero una víctima.

Al preguntarnos ¿víctima de qué? La respuesta puede ser muy amplia. Víctima del desamor de las personas que se supone debieron amarlo, de la disfuncionalidad de los padres que le causaron heridas profundas, de abusos que causaron desequilibrios en el interior, violencia que causaron desintegración. Víctima de alguna traición que rompió la confianza en el ser humano, de odio de otro a quien a su vez lo habían herido. Y con esto no deseo justificar la violencia o las agresiones, sino brindar una sencilla comprensión que nos ubique de dónde provienen. Sabiendo que, aunque comprendamos esto, no quitará nunca el dolor de haber recibido un trato injusto o inapropiado.

Este es el espiral de la violencia del que tanto habló Juan Pablo II. Una cadena de odio generacional que se puede trasmitir como una herencia trasmitida de forma ascendiente de generación tras generación entre abuelos, padres e hijos; y a su vez que se trasmite de forma paralela a quien nada tiene que ver con ella y son unos totales desconocidos. Lo cierto es que se va heredando odio en vez de amor, injusticia en vez de solidaridad, golpes en vez de ayuda mutua, critica en vez de ponderación realista. La traición que rompe la confianza en otro ser humano. Y la sociedad se va convirtiendo en un caos donde reina la anarquía y donde unos nos debemos cuidar de los otros.

Las leyes comienzan a migrar porque el deber ser ya no se vive con sentido común y el hombre necesita ser regulado en su conducta porque su ser se ha afectado considerablemente. Lo que antes era obvio ahora se cuestiona y el hombre necesita quien lo regente y le diga por donde es correcto caminar y por donde no lo es.

Esta falta de sentido común, de heridas emocionales, de profundo odio de dónde emana en realidad es de hogares que no cumplieron con su deber de amar y formar a personas plenas. Padres que no supieron hacer su labor y que heredaron esta disfuncionalidad potenciada en sus hijos. Jóvenes que no supieron abstenerse en su castidad y que procrearon sin criterio, pero que no estaban preparados para ser padres. Bebés que crecen como pájaros silvestres a la deriva sin que reciban amor y sin que nadie los forme en los valores fundamentales que rigen la conducta humana, seas o no un ser religioso.

La familia es el fundamento de la sociedad. Cuando una familia se rompe, rompe interiormente a los seres humanos que la conforman. Requiere de mucho para poder restaurar ese daño que puede causar en el interior de quien lo vive. Y si no se restaura, esa persona ejercerá entonces una mayor violencia sobre aquellos a los que se tope en el futuro. Y allí entonces salen las leyes para contener las consecuencias de aquello que causó y la psicología para ayudar a sanar de igual forma las consecuencias de lo que sucedió. Ciertamente, esto puede parecer extremo, pero estamos en un espiral desbocado de faltas y carencias de muchas cosas, desde el respeto entre unos a otros, la solidaridad, el sentido común, la ayuda mutua, el poder ser personas íntegras de bien que sean honestas y que vivan con coherencia de vida.

Cuando hemos sido víctima de injusticias, presentamos algunos obstáculos interiores que no nos permiten seguir adelante y perdonar. El primer obstáculo es reconocer los sentimientos que estamos experimentando. Muchas personas desean de manera pragmática resolver la situación siguiendo adelante obviando, o enterrando el sentimiento interior; pretendiendo que nada sucedió y que si sucedió hay que salir adelante sin mirar atrás

Para poder salir adelante ante una injusticia, debemos de sentarnos a mirar nuestro interior y poder reflexionar en ello. Qué paso, cómo me siento interiormente, cómo este hecho me ha afectado, qué pienso al respecto. Una vez que hemos identificado y reconocido lo que la injusticia nos ha causado, hay que ponerle nombre: me siento traicionado, me siento aplastado, me siento engañado, me siento atropellado.

Si no hacemos esto, corremos el riesgo de que estos sentimientos estén jugando un papel dentro de nosotros mismos sin que nos demos cuenta y que un día nos sorprendan haciéndonos actuar de una forma como no deseamos hacerlo. Ellos, pueden pasar a cumplir la función de un grillete, con el cual estaremos caminando todos los días, convirtiéndose en el causante de la pérdida de la libertad.

Cuando somos movidos por la cólera, el odio, el sentimiento de venganza, estamos sin darnos cuenta formando parte de este espiral del odio del que hablo Juan Pablo II y con ello, podemos terminar no solo acrecentando nuestro odio interior, sintiéndonos cada vez peor sino actuando de una forma equivocada provocando una escalera de odio, un espiral que irá en aumento con la velocidad de un huracán.

El otro obstáculo que muchas veces cuando hemos sido víctimas de una injusticia no nos permite continuar, es el sentido de justicia que por la ley natural tenemos. Algunos, reforzado por una formación correcta de valores en casa, con un sentido alto de la moral y la ética, otros sin este sentido debido a lo contrario.

Este sentido de justicia nos crea un sentimiento de lo que no es justo. Analizamos al que nos hizo daño o cometió la injusticia y vemos que “el gano y yo perdí”. Detrás del sentido de justicia tenemos un deseo claro de vivir en verdad, pues podemos identificar claramente donde está el bien y donde está el mal. Y con ello, podemos ver con mucha claridad que hemos vivido la consecuencia de algo que está mal y por ello, nos hemos topado con un mal.

El bien siempre debe de recompensarse y el mal debe castigarse. Sino buscamos vivir así nos perdemos en el camino no solo a nivel personal sino a nivel sociedad. El tener un sentido de justicia es ilícito y es sano, esto no implica renunciar a la verdad, a reconocer el bien y desear optar por él.

Sin embargo, hay muchas situaciones de la vida que en un nivel más bajo no pueden ser incluso castigada por la ley, pero han sido males, porque la rigen otro tipo de normativas. Pero incluso aunque pueda y deba ser castigada por la ley, esto no nos quitará el sentimiento que una injusticia nos ocasiona. El punto está en que hay una tarea personal que hacer en el interior cuando hemos sido víctimas de injusticias, que algunas veces podrá la ley poner una sentencia y muchas veces tendremos nosotros que luchar en el interior por resolver lo que el sentido de justicia nos indica.

Dejar pasar la injusticia (si no es un delito) no es renunciar a la verdad, si no a encargarnos de nosotros mismos y de la consecuencia que la injusticia haya causado. Pues podemos sentir un profundo dolor por una injusticia pero que las leyes no podrán auxiliarnos al respecto. Y aquí pasamos a un nivel muy profundo psicológico y espiritual. Es el nivel donde me hago responsable por lo que la injusticia causo en mí y sigo adelante con mi vida sabiendo que a nivel espiritual Dios se encargará de esa persona que la ha cometido. Dios si no es en esta tierra, en el cielo se encargará de que cada quien asuma responsabilidad por lo vivido.

Por lo tanto, lo mejor que podemos hacer cuando hemos sido víctimas de injusticias que no puede la ley ayudarme porque no es un delito, es hacerme responsable de mí mismo, de lo que siento y poner los medios humanos para salir adelante, pero también poniendo los medios espirituales para que nuestra confianza en Dios crezca y tengamos esa certeza de que Dios reparará con creces lo que el hombre en su deterioro ha causado. Pues si seguimos enfocados en el otro y repasando en la cabeza lo que el otro hizo, culpando al otro por lo que hizo, nunca saldremos adelante.

Si has sido víctima de injusticias, no te defiendas de ella para que no te succione el espiral de dolor. Tu vida vale la pena que la vivas en plenitud y eso implica dejar de mirar al otro que te agredió y comenzar a mirar en tu corazón para salir adelante y encauzar de nuevo tu vida. No se te vaya a escurrir la vida en ese sentimiento que te detendrá como un grillete para toda tu vida.

Mercedes Vallenilla

Mercedes Vallenilla

Psicóloga Católica Virtual / Conferencista Internacional / Escritora / Blogger / Candidata a Doctora en Psicologia

Psicóloga con más de 25 años de experiencia dentro de la Iglesia Católica en diversos países. Pionera en la atención psicológica de manera virtual desde hace 18 años. Autora de 4 libros sobre psicología y espiritualidad cristiana. Maestra en Ciencias del Matrimonio y de la Familia por el Instituto Pontificio Juan Pablo II y la Universidad Anáhuac. Candidata a Doctora por la Universidad Anáhuac en México.

Mercedes Vallenilla

Psicóloga Católica Virtual / Conferencista Internacional / Escritora / Blogger / Candidata a Doctora en Psicologia

Psicóloga con más de 25 años de experiencia dentro de la Iglesia Católica en diversos países. Pionera en la atención psicológica de manera virtual desde hace 18 años. Autora de 4 libros sobre psicología y espiritualidad cristiana. Maestra en Ciencias del Matrimonio y de la Familia por el Instituto Pontificio Juan Pablo II y la Universidad Anáhuac. Candidata a Doctora por la Universidad Anáhuac en México.

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